Leonard Cohen aseguraba que la verdadera edad de los poetas es siempre la misma: 18 años. El escritor y músico canadiense enmendaría –en vida– esta afirmación en forma de verso al prolongar su condición sagrada de vate (minimalista) hasta el último de sus días en la Tierra. ¿Quién que no haya vivido en el mundo de ayer no sintió en algún instante perdido, entre la adolescencia y la primera juventud, la pulsión secreta de escribir un poema? Por fortuna, la mayoría de ellos –existen excepciones, claro está– nunca se publicaron, quedándose olvidados en un cajón y salvando a sus autores del compromiso que supone, muchos años después, tener que enfrentarse a los anhelos de ese desconocido que lleva su mismo nombre. Escribir versos cuando se es joven –porque la vida después va en serio– no es lo mismo que hacerlo en los albores de la primera senectud: lo primero es –o al menos era– natural; lo segundo puede calificarse de excepcional. Sin embargo, no siempre se repara en que la mejor edad para hacer poemas es la madurez, cuando uno ya ha experimentado en su carne lo que de joven imaginaba y la vida no ha terminado por estropearlo.
Las Disidencias en The Objective.