De Julio Cortázar se dice que es un escritor deslumbrante. Es verdad. De lo mejor del pasado siglo. Es cierto. La mayoría de estos juicios no corren riesgo alguno: se pronuncian al calor del aniversario (que toque) de su muerte, cuando los periódicos y las televisiones dedican algunas páginas interiores, algunos minutos al final de un telediario quizás, a evocar con los habituales lugares comunes al autor de Rayuela. Recuerdan su biografía, añoran los fríos del París que eligió como destino para soportar el infinito peso de la vida. Lo recrean en sus amores y compromisos políticos. Cortázar, sin embargo, hace mucho tiempo que rompió el estricto encadenamiento de los escritores sudamericanos del boom, aquel viento que sacó de las redacciones a García Márquez, de la radio a Vargas Llosa y convirtió a su generación en paradigma de la literatura moderna en español.
Hablar de ellos hoy de la misma forma que entonces nos suena algo tópico. Salvo en el caso de Cortázar: su carrera encaja dentro de su grupo generacional pero su literatura no. Es mucho más libre, más moderna –siendo hija estricta de su tiempo– y más universal. Es curioso lo que pasa con ciertos escritores: la novela que se nos cuenta sobre ellos se reduce esencialmente a ciertas hazañas (o miserias) biográficas. Nada más. De sus libros no se nos muestra más que la epidermis. Del gran cronopio puede decirse a este respecto: un maestro rural que cambió los libros de enseñanza por los informes de la Unesco para poder vivir y escribir con libertad. Amante del jazz, novio de algunos gatos, inventor de Rocamadour. Cuentos, narraciones, letras. Todo lleva el mismo sello, la misma pauta. Supongo que en eso consiste el éxito: que tus editores –si los tienes– te llamen sin parar para ofrecerte cheques a cambio de páginas con las que alimentar la maquinaria literaria diseñada para dar satisfacción a las masas que sueñan con comprar cultura como compran detergente.
Cortázar no es un escritor fácil. Y eso es excelente. Por otro lado, Cortázar es barato en el mejor sentido del término: por muy caros que nos parezcan algunos de sus libros –subirán más cada aniversario, como manda la odiosa necrofilia comercial– a uno siempre le dan bastante más de lo que se puede pagar con dinero. La mejor crónica de los desafueros del hombre moderno –la indecisión, el desamparo, las inseguridades de un ser que se tambalea en mitad de un juego doméstico de muerte, coñac y fantasmas– está impresa en algunos de los relatos de este argentino que nació en Bruselas (la gente interesante nunca es de donde nace) y fue capaz de lanzar a todo un ejército de desmemoriados utópicos por las calles de París en busca de la Maga, la utopía con caderas de su novela más famosa.
Cortázar es el mejor ejemplo de lo que la canonización editorial puede hacer cuando se topa con un genio: proyectarlo al infinito. No es un proceso inocuo: la cultura de la imagen exige demasiadas veces a la literatura que sea un éxito de ventas, un buen pretexto para una película, un producto. Los libros, ya lo sabemos, son otra cosa. No funcionan como meros productos de supermercado. Sólo los clásicos permiten hacer un sinfín de reelecturas sin agotarse nunca. Es justo el caso de don Julio. Antonioni se atrevió a utilizar ese monumento que son Las babas del diablo para hacer Blow-up, rodada en un parque de Londres. La adaptación replicó la trama, pero no pudo emular la prosa difícil del argentino, imposible de trasladar a un conjunto de planos y contraplanos. No hay imagen que puede expresar lo que un hombre hace cuando se sienta delante de una máquina de escribir y hace públicos sus fantasmas. Es justo lo que hizo Cortázar. La suerte es que, al descubrirnos los suyos, habló sobre todo de los nuestros.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[1 de marzo de 1994]
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