Una dictadura es, sobre todo, un dictador. Lo escribió Eduardo Haro Tecglen, maestro del columnismo literario, en una vieja colección de libros que durante la Santa Transición estuvo de moda y cuyo objeto era enseñar a los españolitos del tardofranquismo algunos de los conceptos básicos de la incipiente democracia, que por entonces no sólo empezaba en las Españas, sino que era rara avis en estos pagos meridionales. Me acuerdo de la frase de Haro Tecglen, utilizada para expresar de forma muy concreta el terrible fenómeno de los gobiernos despóticos, siempre vinculados a la figura del censor o el caudillo, por evocación, al hilo de los últimos análisis sobre política hispanoamericana –materia de la que cada día se sabe menos en España– que he leído en los periódicos patrióticos.
La mayor parte de ellos hacen referencia a Cuba, al borde de una nueva crisis de emigración forzada, con tragedias de carne y hueso atrapadas entre neumáticos hinchados. Los analistas internacionales, geoestadistas de los salones diplomáticos, sabios constantes de lo previsible, comparan la situación cubana con la del resto de países de su entorno. No hacen demasiados matices. Su conclusión, obviamente, no es buena: pese al bloqueo, a pesar del embargo, aunque la dominación continental del gigante Norteamericano no esté basada precisamente en la justicia social, sino en el interés mercantil, para ellos la causa de la huida de los balseros, náufragos de alambre y esparto, no es otra que la ausencia de una verdadera democracia en la isla. Es un punto de vista. Reflexionar sobre la democracia, cosa que continúan haciendo algunas sirenas de nuestra socialdemocracia –la izquierda de antes, convertida más tarde en derecha liberal–, nos sale gratis a los países supuestamente ricos. En los pobres la tarea resulta más complicada. Mucho más si cabe en el caso de Latinoamérica, la tierra del Canto General, la patria extensa de César Vallejo.
Pretender equiparar las democracias del otro lado del charco con las europeas, donde los ciudadanos son realmente libres para elegir al candidato que quieran entre todos los que se presentan en unas elecciones, es algo tan ingenuo como habitual. El contexto del lado de allá, que diría Cortázar, es otro. La historia económica es diferente. La relación de fuerzas sociales es distinta. Por desgracia no son mundos comparables, aunque las aspiraciones de libertad sean universales y un patrimonio compartido. El mundo está horrorizado con las imágenes de los balseros. Con toda la razón. Pero la discusión abandona demasiado pronto el terreno de lo humano para terminar en lo partidario.
No sé el motivo, pero a Cuba se le exige desde hace lustros desde determinados foros una virginidad que durante mucho tiempo tampoco ha existido en ningún otro país de su entorno. Nadie se acuerda al contemplar el panorama de los ilustres presidentes latinoamericanos investidos en las bases norteamericanas o de las crueles dictaduras de los años setenta, todas ellas con su correspondiente dictador. También se pasa de puntillas sobre las partitocracias controladas por las élites criollas. Son episodios que nos ilustran sobre cómo el dedo del imperio sólo bendice a quienes aceptan sus normas, toleran sus negocios o apoyan sus guerras secretas.
Cuba es mucho más que el régimen despótico de los Castro. Es una nación excepcional a la que unos le robaron la libertad y otros traicionan cada día, amparados en los viejos mitos políticos de hace demasiadas décadas. Su cárcel dura demasiado. Es el resultado agrio de la incomprensión de unos y de la obstinación de otros. Deberíamos empezar a cambiar las cosas por una contribución muy simple: desterrar para siempre a anómala apropiación lingüística que consiste en asignar el nombre de América sólo a lo norteamericano, siendo en realidad la esencia de todo un continente. Las verdaderas revoluciones son nominativas: consisten en cambiar el nombre de las cosas.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[5 de septiembre de 1994]
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