Minnesota, el territorio del antiguo cinturón de hierro minero situado en la frontera entre Estados Unidos y Canadá. Un pueblo diminuto: Duluth. El Belén del Dios Robert Allen Zimmerman. Los padres: pequeños comerciantes judíos. Gente trabajadora y humilde que creía en el esfuerzo. Nunca imaginaron que su vástago sería como Picasso y cambiaría para siempre la historia de la música moderna. No es poco mérito: Dylan supo combinar en algo nuevo la herencia de la tradición popular –el folk– con la música de los negros del Sur –el blues–, y la literatura. Recuperó el estrecho vínculo medieval entre el texto y la música, dotando de una madurez inesperada a un arte que parecía condenado a ser adolescente.
La figura del juglar urbano, armado con su guitarra eléctrica, la inventó él. Antes, probablemente a su pesar, se convirtió en portavoz involuntario de su generación –los rebeldes e idealistas de los años 60– prolongando la filosofía vital de la tradición beat. Hasta 1966 fue más lejos que nadie y más rápido que nadie. Una evolución asombrosa: de la nada al infinito. Fue alguien capaz de trazar acordes en el piano con nueve años y emborronar papeles con poemas a los once. En el instituto fue un niño tímido, extraño. Andaba siempre solo. La multitud le disgustaba, como a Rimbaud. Su adolescencia es la suma de las estampas del Medio Oeste americano: paseos por la estación para ver llegar y partir los trenes, sueños de huida, ilusiones de escapar. De ir más allá. De ser más grande.
No tardó demasiado en subirse a uno de esos trenes a ninguna parte que en realidad van a todos sitios. Fue fiel al viejo rito iniciático: vagabundeó por los caminos, oyó las historias de los viejos que vivían fuera de la ley, vio el mundo sin anestesia. Se matriculó para cumplir con la familia en la Facultad de Letras de Minneapolis. Su vida académica duró un trimestre. Prefirió inventarse un pasado mítico –por supuesto falso– a estudiar. En la América profunda los títulos sirven de poco: son las experiencias las que cuentan. Empezó a escuchar discos folk para ampliar los estrechos horizontes de la música de los años 40 y 50. Dicen que alteró su nombre por influencia de Dylan Thomas, el bardo inglés. Todo fue mucho más pedestre: uno de los cantantes melódicos del momento se llamaba Robert Dillon. Eufonía. El Dylan no procede de una decisión intelectual, sino de un evidente afán de notoriedad.
Su llegada a Nueva York, igual que la entrada de Jesús en Jerusalén, la cuenta él mismo en sus Crónicas, el libro donde ilumina varios instantes robados de su carrera. Aparentemente son escenas secundarias, pero en realidad son las que nos permiten entender exactamente cómo llegó a construir su personalidad. No fue nada fácil. Entró a la Gran Manzana montado en un Impala y con la dirección de los cafés-cantantes donde esperaba ganar algún dinero o, al menos, conseguir un sitio para dormir resguardado de la nieve. El recorrido de iniciación lo hizo primero en Dikyntown y después en el Village, rendido ya ante el arte oral de Woody Guthrie, al que copia, repite, hace suyo y, finalmente, transforma. “Estoy cantando una canción que no te hace justicia/porque no hay muchos hombres que hayan hecho lo que tú”. Su primer disco sólo tiene dos canciones propias. El resto son versiones.
Con veinte años justos y una gorra hipster graba una colección de plegarias sobre la muerte. Toda una anomalía para su edad. Sus letras deslumbran: el siguiente disco –The Freewheelin´– es su primer obra de autor. Deslumbrante. Está lleno de poemas que funcionan como letras. Aparecen ecos de Brecht, los poetas malditos franceses y el surrealismo. Dylan mira a su alrededor y contempla a un país en ebullición, sumergido en un cambio de era: la lucha por los derechos civiles en conflicto con los intereses que intentan perpetuar el Antiguo Régimen de dominación blanca. Comprende instintivamente la crisis del momento y aplica su arte para contar esa realidad: el resultado es una mezcla apocalíptica, simbolista casi, de un mundo sumido en el caos completo. Por entonces ya cantaba de una forma que parecía venir del centro mismo de la tierra. Consiguió renovar la tradición sin quebrarla.
Dylan no forma parte del canon de la música popular norteamericana. Es el canon mismo. No es extraño que lo considerasen un Dios mayor. El calendario del folk, y después del rock, se guía desde entonces por su biografía. Su éxito fue tan fulminante como embriagador. Lo aprovechó en su favor sin dejar de descreer de todo lo que ocurría. Todo un signo de inteligencia: a fin de cuentas a quien todo el mundo aclamaba de repente era el mismo chico que unos pocos años antes cantaba en cafés semivacíos, intentando afinar la partitura. Él no había cambiado (hasta entonces). Eran los demás quienes lo consideraban ahora un profeta. Decide empezar a llevar la contraria. Dylan nunca está donde se le espera. Si los devotos del folk lo tenían por un santo él se hace un demonio (rockero). A los rockeros los desconcertará después, en el 68, con un disco country donde dedica una canción a San Agustín. Cuando los judíos lo reclaman como parte de la herencia cultural sefardí en América se convierte al cristianismo. Nadie puede atraparlo.
Sus discos empiezan a cambiar. Abandona el formato básico (guitarra, voz, armónica) para grabar con banda. Los textos se hacen mucho más complejos y metafóricos. Sus primeros adoradores lo acusan de traidor por abandonar el camino recto del folk. No le importa demasiado: él sigue su senda. En dos años compone los tres mejores discos del rock contemporáneo –Bringing all Back Home, Highway 61 y Blonde on Blonde– y una canción, Sad Eyed Lady of the Lowlands propia de Homero. Diez minutos de una plegaria mercurial a una mujer misteriosa con la que terminaría casándose, teniendo hijos y de la que se divorciaría con dolor. El primer disco doble de la historia dejó a los críticos sin capacidad de respuesta. Por entonces paraba en el Chelsea Hotel.
En lo más alto del Olimpo, agotado por las giras, decide desaparecer del mapa. Oficialmente se retira por un accidente de moto, pero en realidad se bajó de un carro –el del éxito– que lo estaba llevando a ningún parte aunque le llenara la cuenta del banco. Se refugia en su familia y en el campo, en Woodstock donde graba, para no publicar, la colección de canciones que reinventa la música norteamericana. No volvió a pisar un escenario hasta el festival de la Isla de Wright, en Inglaterra. Para entonces había mutado otra vez: vestía de blanco y su voz ya no era áspera, sino melosa. Parecía un crooner.
El resto de sus discos parecen haber sido concebidos voluntariamente para provocar la deserción en masa de su público, al que nunca da lo que espera. Sin la influencia de la biblia no puede entenderse su retórica sobre el pecado, el destino y el hombre. Cuando lo comparaban con Shakespeare o Milton, él había decidido ser sólo un escritor de canciones. Y ni siquiera un escritor convencional: nunca terminó Tarántula, su novela dadaísta. Su obra muere y resucita desde entonces todos los años. Igual que un Cristo. En el 75 vuelve a abrazar las causas sociales –en favor del boxeador Carter Hurricane– y nos cuenta, a la manera del Dante, la dolorosísima experiencia de su ruptura sentimental y familiar. Vuelve a la carretera, monta una banda de gitanos, resucita el espíritu hippie. Finalmente grita a los cuatro vientos que Dios es el único camino. Su trilogía católica es extraordinaria. Íntima.
Más tarde hace algunos discos en colaboración, se adapta (dentro de un orden) a las demandas del mercado de la música popular y vive un tiempo de las glorias pasadas. Casi se olvidan de él. Parecía haberlo conseguido. La sociedad que buscaba un líder veinte años después se había mercantilizado. Ya no contaban los ideales, sino el dinero. Su carrera parecía acabada hasta que en los 90 compone la trilogía del blues. Tres discos oscuros, con reminiscencias clásicas, que lo resitúan como el compositor más notable de su era. El antiguo folkie es ahora un bluesman con estilo capaz de tocar en un casino o en una verbena del Medio Oeste. Su gira interminable responde a esta concepción del arte: vivir es caminar y cantar sobre la fortuna pasajera. Ahí sigue. Eterno como un Dios mayor.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[5 de mayo de 1991]
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