Algunos nos estamos quedando sin oficio. Otros ya no lo tienen. Muchos no lo han tenido nunca. Escribir, novelar, hacer periodismo, son actividades que han dejado de cotizarse en la vida real. Sólo se conjugan –como verbos muertos– en los libros. A quienes nos ganamos el pan –magro pero nuestro– con las palabras nos han condenado al exilio. La sentencia es: muerte o exilio permanente. No hay perspectivas. Ni horizonte. La ley de Murphy es exacta: todo va a peor. Escribir sólo sirve para certificar –ante uno y frente a los demás– el fracaso que siempre se había sospechado y que, en realidad, requería toda una vida de paciente espera.
Novalis escribió: “¿A dónde vamos? Siempre a casa”. Para algunos el hogar es el vientre materno, la nostalgia, el retorno imposible a los años de la infancia. Para otros es el idioma, el alfabeto milagroso que ya no nos da de comer pero, al menos, nos permite expresarnos. Para los románticos, la evasión literaria era un vicio recurrente. Unos la practicaban por necesidad; otros, por vocación. Muchos lo hacían con dedicación. Ni siquiera nos queda ya este remedio en los tiempos posmodernos. Todo está atomizado: cualquier huida libresca lejos de las orillas de la realidad exige contar con unos mínimos vitales que, para demasiada gente, han dejado de llegar. La bohemia perdió su estética, entre otras cosas porque era una impostura. La pobreza, que carece de estirpe artística, nos circunda. Los viejos oficios se mueren al mismo tiempo que el hambre, ese fantasma del pasado, vuelve a aparecer, todos los días del mes, bajo la forma de un hombre sucio que busca en la basura.
¿Para qué sirve un escritor? Parece que para cualquier cosa menos para ejercer el oficio de escribir, que se ha convertido en una variante ilustre de la mendicidad. Nadie necesita un escritor de fondo. El periodismo ha abrazado con tanta decisión como rapidez la patología de la frivolidad, mientras el drama de la escasez se convierte en una dolencia íntima. Unas veces se elige, como liberación circunstancial, el látigo. Otras, la rosa. Pero elijas lo que elijas, no sirve de mucho. Todo es arribismo, vendedores de aire, propaganda. Los periódicos cierran o mutan en otra cosa distinta. Los periodistas sobramos. Estos días de incertidumbre gigantesca ha caído en mis manos un libro de relatos donde un autor de moda –llamarlo escritor sería un acto de piedad al que no estamos dispuestos– destaca de sí mismo, como principal condición literaria, su ingenio. Se trata de un concepto subjetivo y, por tanto, discutible.
Es curioso: los mejores escritores de la literatura española, los que de verdad han aportado algo a la tradición realista que nos caracteriza como cultura desde nuestro origen, rara vez salen en los periódicos ni en los suplementos literarios. A lo sumo aparecen cuando ya están muertos o cerca de tener el pie en el estribo. Hay escritores a tiempo parcial que por la mañana trabajan de electricistas. Otros viven su vocación como obstinados monjes, fiados a una suerte que no llega. Uno de los mejores que conozco –no ha escrito una línea, por supuesto– es mi estanquero. Igual que en Smoke, la película de Wayne Wang, aplica a la vida la filosofía de la sencillez: cada día retrata los ángulos de su oficinilla, donde despacha muerte bajo la forma de un humo que se esfuma. El tabaco, de momento, le da de comer. La literatura, en cambio, le permite vivir espiritualmente sin rendir cuentas ante nadie. Sabe que el ingenio, en caso de que exista, no dura para siempre. El ingenio es hijo del humor. Y el humor se extingue cuando el horizonte se estrecha hasta convertirse en una línea infinita, igual que un párrafo que no leerá nadie.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[18 Octubre 1996]
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