Existe un vínculo, que casi siempre se nos presenta bajo la forma del malentendido, entre la inteligencia y el suicidio. Tiende a creerse que un genio nunca se daría muerte a sí mismo y, sin embargo, no son pocos los escritores, los artistas y los pensadores que, llegado el instante decisivo, prefieren renunciar voluntariamente a la vida para ir en busca de una buena muerte. Le ocurrió a José María Arguedas, el escritor peruano de Los ríos profundos, apóstol del indigenismo. Fue el caso de Empédocles, del que se cuenta que se lanzó al cráter del Etna buscando regresar a la naturaleza. De un disparo se quitaron la vida –en siglos distintos– Larra y Hemingway. Virginia Woolf se ahogó en la turbia corriente de un río. Ángel Ganivet, tras ver cómo la sífilis paralizaba su cuerpo, se lanzó desde un barco al mar helado de Riga. La lista es interminable: Pavese, Sylvia Plath, Walter Benjamin, Horacio Quiroga o Violeta Parra –la hermana de don Nicanor, el gran antipoeta– abandonaron este mundo con este gesto que desafiaba a su destino y, a la vez, enmendaba la tradición (cristiana) que censura la muerte inducida, el único problema filosófico –al decir de Camus– que es realmente serio. De esta nutrida galería de brillantísimos suicidas, gente que no quiso esperar a morirse, como hubiera dicho Unamuno, sobresalen dos personajes: Stefan Zweig y Arthur Koestler.
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