“Yo soy dos y estoy en cada uno de los dos por completo”, escribió San Agustín. Casi todos hemos tenido esa misma sensación alguna vez en la vida. Incluso podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que nos hemos sentido no como dos, sino como infinitos, a la manera de Pessoa, que era un individuo poblado por multitudes, cada una de ellas con un registro lírico distinto. Las personalidades inventadas, las máscaras nominativas, los heterónimos, no son una mera convención literaria. Nos parecen tan reales como el fingimiento, que es lo que nos pasamos media vida haciendo (ante los demás) con un éxito más que dudoso.
El poeta –decía Pessoa– es un fingidor porque es un tipo que simula que siente lo que realmente siente. O sea, que sí, pero no. Uno es uno, pero también es una sucesión de varios otros: los que estuvieron antes, los que se fueron y los que se soñaron pero nunca aparecieron. Todos somos parte de un espejo quebrado. No es excesivamente grave: se trata de una enfermedad benigna que consiste en dudar del que fuimos, descreer del que somos y desconfiar del que parece que seremos. Todos, en el fondo, estamos locos. Por eso me inquietan las personas que son de una sola pieza, cuya personalidad es un bloque. Tengo un miedo (irónico) a todos aquellos que creen ser miembros de un solo árbol, hijos de una tabla periódica cerrada de elementos humanos. Supongo que todos estamos revestidos con capas que no sólo nos esconden, sino que nos enriquecen, haciéndonos más complejos.
Por eso sentirse múltiples, en vez de ser un delirio, es un ejercicio sano: ninguna de las personalidades que encierra nuestro ser conviene ser tomada demasiado en serio. Este artículo lleva sin embargo una firma a la que acompaña un rostro, pero ambos son pura ficción: el yo que escribe nunca es el yo que existe. Se trata de otro, desdoblado, convertido en enunciado y en objeto al mismo tiempo. Uno de los placeres de la escritura es que permite la ocultación sostenida en el tiempo. Cuando escribimos nos desnudamos, en cierto sentido, ante los demás. Entre otras cosas porque no hay otra forma de escribir más que siendo sincero. Se escribe como se es. La literatura pasa por ser el arte de la mentira, pero no conozco ningún otro discurso que revele la verdad sobre lo que somos que sea más exacto. Lo curioso es que lo hace jugando: lanzando una moneda al aire en la que en un lado está nuestro rostro y, en el otro, aparece cualquiera de los falsos iconos que nos representan. No hace falta ser apuesto para escribir bien. Salta a la vista. Ni siquiera es necesario serlo para escribir. Tampoco hace falta que un escritor sea conocido por la calle, contemplado por sus vecinos como un animal dentro de una jaula o salir de vez en cuando en el periódico. Para ser escritor sólo son necesarias dos cosas: soledad y escritura. Eso es todo.
Es innegable que a las personalidades egocéntricas les resulta gratificante disfrutar de las mieles del Parnaso antes de alcanzar al Parnaso. Pero tan sólo es un trampantojo: el escritor que reconocemos caminando por la calle, en una conferencia, o en un acto público no es el mismo escritor que escribe sus libros. Parecen la misma persona. Sin embargo, son dos personalidades con el mismo rostro. Los académicos han teorizado sobre este particular, que parece un acertijo pero es clave para entender en qué consiste el juego de espejos de la literatura. Así nacieron los términos de autor explícito y autor implícito. La voz literaria y la persona física. Ambos se necesitan y ambos son farsantes, aunque cada uno a su manera. En literatura no hay que tener personalidad, sino estilo. La vida literaria, ya lo sabemos, es otra cosa distinta. Conseguir un estilo es la cosa más difícil del mundo. Vale mucho más que las fotos que acompañan a las columnas de los periódicos. Quien no te conoce quizás pueda descubrirte por tu estilo, pero jamás sabrá quién eres por la calle. Ese misterio seguirá siendo indescifrable mientras siga a la vista. Los secretos mejor custodiados son los que se enseñan.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[16 Mayo 1997]
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