La muerte de un gran escritor es la excusa perfecta para escribir sobre literatura. Sirve, por ejemplo, para darse golpes en el pecho. Y también permite, en caso de necesidad, revolcarse en la arena de una playa desconocida lanzando carcajadas. Reírse de la muerte, igual que de tantas otras cosas de la vida, es una costumbre saludable. Incluso aunque sea en el último instante. Otros, en semejante trance, prefieren blasfemar. La elección individual la determina el carácter. Supongo que la última aspiración de un escribano difunto debe ser burlarse de su propio deceso. Sobre todo cuando tu obra se ha convertido en el abono del árbol muerto que servirá para que crezca otro. No se puede dejar mejor herencia: prolongar la condena –que también es paraíso– de la escritura en los demás.
No sé qué le hubiera parecido esta teoría a Baroja. Probablemente, nada. A Baroja, que es nuestro santo laico, además de su pasión por la escritura y su tendencia al anarquismo individualista, se le recuerda por la disidencia desaliñada. Cuatro décadas después de su muerte, en un Madrid que ya no es hambriento, ni luminoso, ni deslumbrante, Baroja revive momentáneamente en los afiches y en las fotos de homenaje como un señor que parece que lleva varios días sin dormir, pero que a lo largo de estos años –anualidades llenas de desafueros y menosprecios– ha conseguido el milagro de conservar intacta su vitalidad. Quizás se deba a que ésta nació como un pez cimbreante, una especie que nunca deja de moverse, escorarse y molestar. Estos días he leído obituarios sostenidos y evocaciones de un muerto que se nos fue hace cuarenta años, cuando tuvo lugar aquel célebre entierro al que fueron Cela y Hemingway, llevando al hombro el ataúd del maestro vasco.
A Baroja, al que tanto desprecian los egocéntricos líricos, aquellos que creen que la literatura reside en sus caprichos a la hora de adjetivar, no hace falta que lo defienda nadie. Sus libros se sostienen solos. Yo los conocí, hace demasiadas décadas, en la colección Austral que editaba –y aún edita– Espasa Calpe. En ellos descubrí cómo escribir sin que se note el esfuerzo. Y aprendí la única regla infalible: no fingir, mostrarse sincero. Baroja no dejó de seguirla. Lo hizo con tal intensidad que a veces ponía en sus novelas cualquier cosa que se le pasara por la cabeza. Algunos dicen que esto era un defecto. Pero era justamente lo que esperábamos del escritor vasco: ver cómo su carácter se alzaba desde dentro del artificio de la ficción. La crítica puede decir lo que quiera. Lo trascendente en literatura son los lectores. A Baroja se le leía en su época y se le sigue leyendo ahora. No todos los mandarines de nuestras letras pueden decir lo mismo. Es cierto que tiene una prosa desafinada, pero también lo es que nunca deja de provocar asombro, probablemente por su extraordinaria autenticidad.
Sobre él, como ocurre con otros grandes escritores, se han construido estructuras encadenadas de tópicos, una ristra de adjetivos que siguen adheridos a su nombre. Decir su apellido es evocar sus salidas de tono, su boina encajada, su largo abrigo –un abrigo freudiano– paseando por el Parque del Retiro, los fríos y la aridez de la infancia en una España pretérita, la historia de su experiencia como panadero o su famosa etapa como médico rural. Todo es cierto, por supuesto. Ahí están las biografías. Pero nos parecen datos insuficientes para comprender al verdadero personaje, que está en sus libros. Sin ellos no existiría el hombre malo de Itzea. En apariencia, no fue alguien que pretendiera la gloria y ni quedar, a la manera de Machado, en la memoria. Es un ejemplo de cómo surcar las aguas de la vida literaria: haciendo lo que uno cree que debe hacer con paso firme, sin preocuparse de los demás y sin esperar reconocimientos. Evocar a Baroja ahora, con tanto geniecillo presumiendo de sabiduría literaria, es, aunque sólo sea por contraste, un anacronismo peligroso. Aunque es el mejor homenaje que se me ocurre: no dar tregua a los monaguillos. Como dejara dicho Ruano, decir que el estilo de Baroja es malo –o no es lo suficientemente bueno– es confundir la estilística con el cuidado ornamental de la prosa; la joyería misteriosa con la bisutería de saldo.
A uno, que no ama las escrituras monocordes, le parece que su estilo tiene la infinita riqueza de la viveza. No es que escribiera como se habla, es que pensaba justo como escribía: raudo, inmediato, irónico, a ratos subversivo, en otras ocasiones conservador; y, siempre, un perfecto conocedor de la naturaleza humana, la más inhumana de todas las posibles. En España, salvo Valle Inclán, cuya capacidad literaria era volcánica, no hemos tenido otro autor con una voz tan propia, que haya hecho más con el desaliento y que no haya incurrido en el pecado de las ansias de gloria. A Baroja, descreído de la posteridad, no se le puede juzgar como un gourmet. La vida, que es lo que late dentro de sus libros, no es un menú-degustación. Unos día se come lo que se tiene; otros, lo que hay. Y algunos, es de esperar que no sean demasiados, sencillamente no se come. Las novelas de Baroja son cápsulas de vida que guardamos, con inmenso fervor, en nuestra particular biblioteca. La de nuestros afectos.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[29 noviembre 1996]
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