No existe mayor acto de cortesía, sobre todo a la hora de escribir, que evitar, o en su defecto atar con rienda muy corta, al obstinado e insistente yo que de una u otra manera, explícito u oculto, pero siempre indecoroso, enuncia textos, discursos y excursos. La escritura, en sentido estricto, consiste en fijar un pensamiento que se formula a través de las palabras. Y éstas no pueden más que proceder de un individuo concreto, ya sea real –como el que aparece en las cartas antiguas, convertidas en maravillosa arqueología– o imaginario, como sucede con el narrador de cualquier fábula. Las multitudes nunca hablan. Sólo lo hacen las personas. En este tiempo, donde el egocentrismo se ha convertido en una fiebre festejada que a menudo se expresa con su formulación comunal más inquietante –las masas modernas de las que escribiera Ortega y Gasset, más que cumplida la posmodernidad, profesan ahora la tiranía de la identidad única–, es un oasis toparse con libros de poesía donde la famosa primera persona, sin dejar de estar, se ajusta a esa sana costumbre –por otra parte, tan británica– de no abusar del desahogo de la confesión personal y limitar el sentimentalismo de la confidencia a sus términos estrictos. Ese menos (yo) siempre es mucho más (tú).
Las Disidencias en Letra Global.