Las mudanzas del espíritu pueden ser casuales, consecuencia del azar o fruto de la evolución personal. Todas tienen algo de bueno; casi ninguna nada malo. Los cambios, aunque a primera vista parezcan lo contrario, son altamente saludables. En la vida y en el arte. En épocas de desconsuelo, últimamente tan frecuentes, buscarse agarraderas se ha convertido en un vicio casi inevitable, pero a la larga no sostendrán nuestro cuerpo –marchito– por mucho tiempo si nuestras piernas no aguantan el peso del esqueleto que somos. Es mil veces mejor caer en el vacío, incluso en el silencio, que esconderse tras la falsa seguridad de la aceptación de los dogmas ajenos. La inseguridad y las dudas forman parte del paisaje de la vida. Pretender que podemos esquivarlas por completo sólo es un espejismo pasajero. El pecado mayor que cualquiera puede cometer en la vida no es fracasar, sino engañarse. Según los psicólogos, es justo a lo que los humanos dedicamos la mayor parte de las horas del día.
Del autoengaño social y sus variantes trata El planeta americano, el ensayo con el que Vicente Verdú ganó el Premio Anagrama hace ya algunos años. No es un libro sorprendente ni deslumbrante. Lo mejor que puede decirse de él es eso: es tan correcto como certero en su análisis sobre los Estados Unidos como laboratorio metafórico. Verdú no destapa ningún secreto nuevo sobre los norteamericanos, pero sí ilustra y amplifica con datos y situaciones precisas muchas ideas y sensaciones que cualquiera que haya viajado a América (del Norte) ha pensado o compartido en algún momento. El libro de Verdú no exige una lectura profunda. Lejos de lo que muchos puedan creer, ésta es su virtud: se trata de un cuadro sociológico ágil, útil y terrestre del futuro que, por lo visto, nos espera a todos. Estados Unidos es un país donde la épica bíblica todavía impera, un sitio en el que aún se cree en la Tierra Prometida –cada cual, la suya, por supuesto– y se elogia, quizás en demasía, a la libertad, incluso con sus variantes más terribles. No es raro encontrar locos, cuerdos, glotones y ascetas entre el inmenso cuerpo de consumidores que forman todos los estadounidenses, donde también tienen sitio para los disidentes ilustrados. Es lo que nos da más envidia de ellos.
Verdú, con el pretexto de contar su visión de Estados Unidos, habla en realidad de cómo los europeos hemos iniciado, sin vuelta atrás posible, el camino de la asimilación norteamericana, provocada por nuestra vocación de perseguir deseos absurdos que nos harán –es irremediable– aceptar obligaciones que nos atarán, maltratarán y arruinarán nuestra vida. La estafa no es aceptar el modelo americano como utopía, sino presentarla como la única posible. América sólo es un paraíso si se acepta como tal la realidad, con todas sus luces y sus sombras. Los norteamericanos creen que el cielo es una casa en las afueras, un gran coche color pastel, una familia numerosa y un porche pintado con la bandera patriótica de las barras y estrellas. Verdú describe ejemplarmente su soberbia materialista, pragmática y simplista, extendida por el orbe como el único referente cultural. Su evangelio es una religión comunal, adinerada y pegajosa, llena de singulares misioneros. A Europa le conviene seguir siendo un continente laico, incrédulo al cuento de que existen paraísos. No existen más paraísos que los que uno construye con sus propias manos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[4 octubre 1996]
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