Todos los demonios del mundo aguardan escondidos en un oscuro rincón de nuestra mente. La única señal que nos ayuda a distinguir entre las edades de la Historia, esa infinita colección de calamidades sucesivas, es que, en cada momento, éstos eligen formas diferentes para saltar desde el fondo de nuestro cerebro a la realidad, transformándola para siempre. En 1871 Dostoyevski empezó a publicar en un periódico –El Mensajero– una narración sobre una oscura y desconocida secta de jóvenes rusos (los nihilistas) que aspiraban a redimir del hambre y de la pobreza a sus compatriotas. Los lectores encontraron en aquel relato –editado más tarde como novela: Los demonios– una sátira sobre las utopías. También era, como sucede con todos los libros realmente importantes, un drama sobre la ceguera que guía alos individuos deslumbrados obsesivamente por una idea o presos de una misión trascendente. En realidad, el libro de Dostoyevski era una advertencia. Lo que el novelista ruso contaba a través de la ficción era que los sueños (comunales) de liberación podían transformarse en pesadillas sin que llegaran a sospecharlo, hasta que ya era tarde, sus propios devotos que, movidos por la obstinación, alimentaban a un monstruo imaginario que acabaría haciéndose tangible. Las primeras víctimas de la Revolución Rusa fueron sus fundadores, quemados por una ideología que nació como una pulsión de ira piadosa antes de mudar en una doctrina totalitaria.
Las Disidencias en Letra Global.