Lo explicó en una ocasión Fernando Savater: los griegos nunca mencionaban a Atenas, salvo como enclave geográfico, para referirse a su comunidad política. Hablaban de los atenienses. La distinción es sustancial, por cuanto induce un sentido distinto al meramente referencial a la idea que tenemos de una ciudad. Además de un espacio físico, una urbe representa unos valores. Es el resultado de una civilización y la antítesis de otras. También es una suerte de obra (imperfecta) de arte. Un cofre donde se guarda eso que todavía llamamos cultura, cuyo rastro histórico puede catalogarse a partir de un rosario de lugares –París, Nueva York, Viena, Londres, La Habana, Buenos Aires, Los Ángeles, Jerusalén– dispuestos sobre un mapa. Berlín entra dentro de esta categoría de ciudades-palimpsestos que son como manuscritos donde la mano de los hombres ha escrito una y otra vez sobre los versículos trazados por sus antecesores sus fugaces ambiciones.
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