Todo viaje es iniciático. Se busca algo, se huye de algo o de alguien, se pone la proa rumbo a algún sitio, en apariencia geográfico, pero que en realidad termina siendo un destino sentimental. La odisea de viajar consiste en esto: ir adonde no se sabe cómo son las cosas con la esperanza fútil de que sean mejores que el sitio justo donde pisamos. Este proceso, que transforma nuestra identidad, enriqueciéndola, es exclusivo de los verdaderos viajes y ajeno a sus simulacros: excursiones, expediciones a la carta y el resto de variantes del turismo industrial, donde se viaja en horda o en comandita.
El viaje literario es mental, físico y solitario. No puede hacerse en compañía, aunque uno se mueva con un pasaje para dos. Siempre serán dos soledades viajando juntas. Viajar no consiste en preparar una ruta: hoteles, aviones, agencias, camas, bares y fondas. Implica no programar mucho las cosas, sino estar abierto a temblar. Es una manera de detener el tiempo sin pararlo: simplemente sacándolo de las casillas de nuestras respectivas rutinas. El gozo del viajero es un ritual secreto: la dicha de señalar su propio calendario con independencia del que rige para el resto del orbe, que camina mientras tú te mueves merced a la pauta de lo ordinario.
Viajando es obligatorio correr riesgos, entre todos ellos el de la suprema libertad, que no depende de la billetera, sino del espíritu y la obstinación por perseguir nuestros sueños. Los espejismos viajeros permiten descubrirnos, buscarnos y desmentirnos. Probablemente el móvil de los primeros usuarios de la industria del ocio y la diligencia, aquellos europeos de clase pudiente que iniciaban el Gran Tour, fuera menos trascendente: comodidades, exotismo a precio de saldo y experiencias bastaban. Compraban un viaje, pero en el fondo no lo hacían, porque no hay viaje sin incógnita y ellos se movían sólo para confirmar sus mitos, no para configurarlos desde cero.
Algunos de estos viajes secretos, tan difíciles de hacer, han sido fijados con talento en páginas de libros, cuadernos de bitácora, guías personales y breviarios de recomendaciones para los amigos. La literatura de viajes es como una doble puesta en abismo: un viaje dentro de otro. Por un lado, el relato del viaje geográfico: por otro, el poema del descubrimiento interior. Los mejores relatos de viaje que he leído, entre ellos los del poeta holandés Jacobus María Nooteboom, un genio, no reproducen los itinerarios del viaje ni evocan una realidad que no existe salvo para quien la mira. Describen el tránsito interior del pasajero.
Paradójicamente, en las vísperas del verano, que es cuando la mayor parte de la gente prepara sus excursiones, nunca están entre los libros más vendidos. La gente recurre a lo que no tiene riesgo: guías, que envejecen demasiado deprisa, cuadernos de tópicos y mapas ilustrados. A algunos la letra les cansa. A otros les resulta más cómodo el cicerone: el señor, o la señorita, que por una módica cantidad, te mueve, te cuenta, se contesta a todas las tonterías que se te ocurren y simula que tu cerebro todavía está vivo. Es un digno oficio, pero su público son los viajeros vagos: aquellos que no quieren esforzarse en la búsqueda, pero sí quieren las fotos de recuerdo y, por supuesto, te mandan mensajes del tipo Turista busca compañía femenina. Abstenerse las mayores de cuarenta.
Cada uno elige sus vicios, pero algunos nos definen con individuos y especie. Un ejemplo: las estadísticas dicen que el turismo sexual mueve millones de dólares y, salvo honrosas excepciones, no existen buenos relatos de este descenso a los abismos con vistas a la miseria humana. Con menos escribió Dante la Divina Comedia.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[11 agosto 1995]
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