Es por estética. Ellos todo lo hacen por estética. Los escribanos de talonario y cuentaduros, los autores de mesa-camilla televisiva y conferencias doradas, han decidido para no dejar respiradero alguno a la alternancia ocupar casi dictatorialmente los únicos púlpitos que iban quedando a los jóvenes no adorantes de su tribu: los modestos premios literarios. No hablo sólo del Planeta, que ya se sabe en qué consiste. Es como el secreto de la divinidad, una y trina, que nos inculcaban de niños: no se lo cree nadie. Hablo del resto: convocatorias, certámenes y juegos florales que, incluso en el ámbito provincial, andan fagocitados por la nomenclatura correspondiente, la del pueblo, ciudad, región o nación, según el caso.
La cosa va por niveles. En primera división gana Camilo, el Nobel Cela. En las restantes, la camarilla de escribanos cercanos al concejal de Cultura de turno, al ministro de turno y así sucesivamente. Por descontado, lo hacen de forma ordenada, que no haya alboroto. Un año le toca a Fulanito; el que viene, a Mengano. Así todos contentos y al cóctel. Al ministro y al concejal de Cultura ha venido a unírsele en la coyunda el editor comercial ansioso por dar algún pelotazo, ese señor que vende libros como podría vender lavadoras y que pretende que la sociedad le reconozca sus esfuerzos febriles y desaforados por la cultura. A este editor, ya digo, que más que editor es un comercial del mundo del libro, le da tres higos la calidad de sus autores, el nivel mental de sus clientes y cualquier criterio que no pueda marcarse con números en una calculadora. Sólo le preocupa vender para seguir vendiendo, que es la única forma de mejorar que entiende. La vida, en su opinión, es un pozo sin fondo.
Pongámonos en situación: el editor y el concejal de Cultura se conocen en una fiesta o en una exposición y se ponen a hacer cuentas. Uno saca su calculadora y el otro su tabulador secreto de rentabilidad política. Caen entonces en la cuenta, al mismo tiempo, de que la Cultura, así con mayúsculas, la que conviene, consiste en conseguir nombres biensonantes, las firmas, los Rólex de oro, las comas pagadas. Y apalabran con un jurado afín a la causa (económica o política; viene a ser lo mismo) para que busque entre los manuscritos presentados al certamen literario local esos nombres cuyas letras suman, todas juntas, la palabra best-seller. Y listo.
Cela, orondo y premiado infinito, dijo en Barcelona que no aceptaría el Cervantes porque era un premio cubierto de mierda. Mierda honorífica, se entiende. A él, después del Nobel, todos los honores deben parecerle poca cosa. En última instancia, que dirían en Iria Flavia, aceptarlo dependería de cómo le cogiera ese día el cuerpo y de si el Rey le daba el galardón. Al dinero renunciaría gentilmente con franciscana entrega y ayuno. O quizás lo donaría a su fundación (él mismo), para que esos estudiosos con coches deportivos que la gobiernan puedan abrir su casa-museo también durante las tardes, que en ella, como en toda la administración pública, eso de ser amables con extraños sólo es un consejo retórico.
Las peleas de méritos suelen ser aburridas. Salvo en el caso de Cela, que con todos sus honores, los doctorados honoríficos y los honores económicos, parece haberse transformado tras la concesión del último Planeta en el mejor símbolo de la literatura pesetera que nos coloniza. Es una lástima, porque antes escribía de forma magistral, pero todos los maestros, incluso los involuntarios, tienen defectos, manías y listas de las purgas que harían si pudieran. El marqués de Bradomín, feo, católico y sentimental, era carlista por estética, no por debilidad política. Cela y la pléyade de bradomines que se han apropiado de todos los altares literarios también se han convertido en peseteros por estética. Es una debilidad que, a la larga, acaba destruyendo a quien la profesa. Que tenga el Nobel, a la postre, viene a ser lo de menos.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[11 de noviembre de 1994]
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