De nuevo escribiendo obituarios. Debería pedir empleo en una funeraria: “Se escriben misivas de despedida para finados ilustres. Precios asequibles”. A pesar de la costumbre que uno va adquiriendo con el paso del tiempo en este extraño oficio de escribir sobre muertos recientes, recién caídos, tengo que confesar que cuando se trata de escritores, mis héroes favoritos, la obligación se torna más placentera. No quiero decir que los difuntos del mundo de las letras sean mejores que el resto. La muerte nos iguala a todos, como decía Jorge Manrique. Sucede simplemente que la pieza sale con más facilidad: uno se conoce a sus escritores de memoria, cosa que no ocurre ni con otros artistas ni, por supuesto, con los difuntos anónimos, cuya única obra posible es su propia vida, desconocida en realidad por los demás.
La técnica, por supuesto, es la misma. La motivación, en cambio, es diferente. En estos últimos dos años las prosas funerarias han sido abundantes. Culpa del azar, que llama a cada uno a examen cuando quiere. Mi estreno como obituarista fue con Charles Bukowski. Después vino el adiós escrito a Onetti, que coloqué en varios sitios distintos. Por aquello de ser impertinente le hice otro a Rosa Chacel, aquella abuelita encantadora. Me costó algunas críticas injustas, como si el acto de despedir a un escritor tuviera que ver más con las aspiraciones de quien escribe el postrero responso que con la figura de quien ha dejado –no por su voluntad– de hacerlo. No importa: que hablen de uno, a veces, es mejor que hablen bien.
Siguiendo la rueda, que es la noria del destino, le llega el turno a Joseph Brodsky, un poeta ruso al que los comunistas condenaron por parásito social y que –obviamente– se marchó en cuanto pudo a Estados Unidos en busca de la libertad que en Rusia se le negaba. No es que haya leído toda su obra. Aunque sí la conozco lo suficiente para dedicarle este tiempo breve de las despedidas. Es cierto que con los obituarios existe una convención: no se debe hablar mal del difunto. El género exige atenuar los defectos y exaltar las virtudes, a modo de homenaje. Puede que sea por una superstición. O puede que se deba a que quien se va ya tiene suficiente penitencia. No lo sé. La cuestión es que ha convertido en ley.
Con Brodsky no hay motivo para no hacer honor a esta tradición de los silencios elocuentes. No es que uno quiera hablar mal de él, pero tampoco existe causa para cargar las tintas ni malgastar adjetivos. Ante la muerte conviene ser justos. Y de justicia es decir que los poemas de Brodsky son un ejemplo de cómo se puede alcanzar la belleza de un texto perfecto. Al escritor ruso le dieron el Nobel, aunque no se sabe bien si fue por su condición de exilado político o sólo por sus versos. Quizás por ambas cosas. La calidad de sus poemas es indiscutible. Aunque a mí, particularmente, me interesa más su condición de ensayista, tarea que enseña en un libro prodigioso: Menos que uno.
Sus recuerdos vitales forman una literatura esencial, verdadera, sincera. No se me ocurren mejores adjetivos cuando uno decide contar su propia existencia. Resucitar a Brodsky, evocándolo es una tarea inútil. No sólo porque uno no sea Dios y, por tanto, no pueda disponer a su antojo de los milagros, sino porque Brodsky en realidad no está muerto. Sigue viviendo en cada una de sus páginas. Dicen que una poesía no sirve de nada si no se declama; con el ensayo ocurre algo similar: si no se razona es inútil. Brodsky hizo en sus memorias poesía en prosa de su propia vida. Llorarle, ahora que se ha muerto, es tan absurdo como no leerle. Así que, adelante.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[16 febrero 1996]
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