Las mejores metáforas sobre Sevilla se esconden en las páginas secundarias de los periódicos, mucho más ocupados habitualmente en los políticos (son los que pagan) que en la vida real (que rara vez resulta rentable). Leo en lo que antes hubiera llamado la competencia (ahora sencillamente es un portal digital) a un amigo (Fernando Carrasco) que nos explica con su sabiduría habitual en estas cuestiones que la iglesia de Sevilla, institución sin la que no se entiende el pasado de la ciudad, pero en la que no parece estar su futuro inmediato, ha comunicado oficialmente la aplicación inmediata del sistema de indulgencias vigente para el Año de la Fe.
Me quito el cráneo: usted, pecador casi diario, trueno que hasta sale de silente nazareno, puede arrepentirse (un poco, al menos), participar con devoción en determinados actos piadosos, acudir a alguna de las parroquias agraciadas con el título de sedes en la tierra del perdón institucionalizado y, en su inmensa bondad, los pastores de la grey, con la ayuda de los habituales monaguillos, le dejarán limpio, sin pecado concebido, casi como si acabara de bautizarse. Tiene tiempo para someterse al ritual: el arzobispo ha establecido un plazo que dura hasta el 24 de noviembre del próximo año. La convocatoria es flexible. Incluye además una modalidad no presencial:
“Si los fieles están verdaderamente arrepentidos por graves motivos y no pueden participar en las celebraciones, obtendrán la indulgencia igualmente si unidos con el espíritu y el pensamiento [no vale una sola cosa] a los fieles presentes [en los ritos] recitan las oraciones determinadas conforme a las finalidades del Año de la Fe, ofreciendo su sufrimiento o los malestares de la propia vida”.
Todo está regulado en el Enchiridion Indulgetiarum, el compendio (en latín, por supuesto) donde la iglesia católica explica punto por punto de qué manera un creyente puede obtener estaa dispensa oficial. Perdonar es una cosa seria. No puede hacerse de cualquier forma. Tienen que cumplirse determinas reglas. Ya se sabe: todo debe quedar escrito, tasado y formalizado en letras de oro. Capitulares góticas.
No sé si Zoido (Juan Ignacio), alcalde por la gracia de la mayoría absoluta que le otorgaron los ciudadanos hace algo más de un año y medio, tiene previsto participar en esta ceremonia del generoso perdón católico. El regidor, que en su toma de posesión señaló a la Biblia (magnífico libro, en verdad) como la guía de sus pasos en la vida, acaso crea no tener abundantes motivos para reflexionar sobre su conducta (personal y política), pero al menos en una cuestión sí debería pensarse seriamente sumarse a la ronda de las dispensas excepcionales. Me refiero al sainete del CaixaFórum de las Atarazanas, el proyecto que con la ayuda de su promotor (la entidad financiera catalana que le da nombre) ambas partes acordaron enterrar hace ahora casi un mes.
Con el CaixaFórum sevillano, ahora virtualmente trasladado a la Torre Pelli, dejando a las Atarazanas en una ruina permanente, cometen un pecado que no es venial, sino posiblemente mortal (en términos políticos, al menos). Consiste en pensar que la ciudad es de su estricta propiedad. Un mal en el que también han incurrido determinados conservacionistas (no todos; los hay con mucho sentido común) y la fundación que toma su nombre de los antiguos astilleros medievales de Sevilla, ya sin prohombres que le sirvan de sumos sacerdotes. En su particular posicionamiento sobre la cuestión, que puede ser lícito en el fondo, pero resulta inaceptable en los métodos, han primado más los prejuicios y la ceguera que la razón. Hasta el punto de someter a la ciudad a un chantaje imposible cuya conclusión es aberrante: es mejor dejar las Atarazanas como están (cerradas y abandonadas) que validar un proyecto donde la arquitectura contemporánea (su demonio particular) sea capaz de recuperar el pasado y proyectarlo hacia el presente, reinventando a Sevilla desde su mismo origen y creando un espacio público lleno de historia.
Por supuesto, se puede estar en desacuerdo (total o relativo) con el proyecto que el arquitecto sevillano Guillermo Vázquez Consuegra ha diseñado para recuperar este monumento, cuya evolución explica muchas de las claves urbanas de la ciudad. Lo que no resulta aceptable es que ante la falta de argumentos sólidos se retuerza el cuello a la realidad (como le pasaba al cisne al que cantaba el poeta mexicano Enrique González Martínez) para conseguir que quienes debían haber impulsado la iniciativa se desdigan (por motivos dispares) de sus promesas iniciales, dejen de invertir 25 millones de euros en un edificio que los necesita y, al cabo, condenen a Sevilla a quedarse sin un centro cultural de primera división. Que todo esto se haga además en contra de la legislación (el proyecto superó todo los exámenes patrimoniales) y en favor de intereses exclusivamente partidarios sólo ilustra el grado de respeto de los políticos y ciertos inversores al marco jurídico existente, que es nulo. La ley para ellos sólo es la que ellos dictan.
Lo que subyace detrás de esta cuestión, que emerge ahora como un pecio tras un naufragio, no es más que la concepción de Sevilla, el hogar de todos, como una propiedad de uso exclusivamente particular. Un predio privado. Un cortijo. Basta contemplar el paisanaje. La Caixa ha incumplido sin rubor alguno su contrato con la Junta para recuperar el monumento con el único fin de ahorrarse un dinero que ya no necesita invertir al haberse convertido de facto en dueña de la ciudad oficial tras la absorción de Cajasol. El alcalde trabajador incansable en contra de los intereses colectivos de la ciudad y, tras esperar en vano un sostenido caudal de aplausos (la cosa ya resulta de traca), a la vista del inmenso patinazo cometido, camufla su propia responsabilidad culpando a cualquiera menos a él mismo de la situación.
Por último, la Fundación Atarazanas, crítica primero, silente después (justo cuando la Caixa aceptó subvencionar su programa de actividades para la difusión del monumento), se erige de nuevo en defensora inquisitorial de un patrimonio que cuando está realmente en peligro es justamente ahora. Lo hace quizás animada por el mismo dogma esencial de la iglesia: la infalibilidad de sus posiciones. Todos ellos parecen creer que la única Sevilla posible es la suya, la que sirve a sus propios intereses económicos y políticos. A sus ansias de influencia. Un pecado de lesa majestad cometido contra la propia ciudad por quienes dicen amar y respetar la ley, aunque hagan todo lo contrario de lo que dicen cuando las normas les contradicen. Para ellos resulta mejor que Sevilla se muera (quedarse estancada en el tiempo es una forma de deceso, aunque algunos no lo noten) que verla evolucionar con respeto a su historia.
Afortunadamente, no todo el mundo piensa igual. Dos entidades ciudadanas (Sevilla Abierta y Sevilla se mueve) impulsan estos días un manifiesto en el que defienden el CaixaFórum de las Atarazanas pese a la Caixa (lo cual ya es decir), el Ayuntamiento (que votó hace unos días en el Pleno lo contrario de lo que decidió Zoido, que es quien tiene la mayoría en la corporación) y los que aman a la Sevilla congelada en el tiempo. Su posición no se limita únicamente a la defensa de un determinado proyecto arquitectónico (lo cual sería perfectamente lícito; igual que la posición contraria), sino que vindica con fuerza una idea muy concreta de ciudad, inexistente entre los opositores al proyecto. Un ideal que concibe a Sevilla como una ciudad hecha del bien más intangible: el tiempo. La idea se la oí hace unos años, expresada de forma muy bella, a Manuel Gallego Jorreto, un excelente arquitecto gallego, Premio Nacional de su disciplina. Un sabio. Las ciudades están hechas de un material precioso e inasible: el paso de los días, el único capaz de alterarlas con suavidad natural, sin destruir su alma. No existe revolución alguna en el proyecto de las Atarazanas. Es simplemente evolución. De primera. Algo que a algunos asombrosamente les parece inaceptable.
Lo escribí en su momento en el periódico que me acogía, motivo por el cual el habitual sanedrín conservacionista decidió, en un irónico acto público en el ateneo de la calle Orfila, que este humilde cronista debía ser expurgado de su clan, al que jamás pertenecí: toda la arquitectura sevillana es impura, híbrida, mestiza. Defender el purismo como dogma es desconocer la propia historia de Sevilla. La verdadera, sepultada bajo un sinfín de tópicos gastados. Basta contemplar a su símbolo mayor, La Giralda, donde el arquitecto Hernán Ruiz cimentó un día el Renacimiento (curiosamente bajo la figura del triunfo de la Fe) sobre una torre secular que el almuédano musulmán utilizaba para llamar a la plegaria colectiva. Ninguno de los defensores y cruzados de la Sevilla Eterna diría que la Giralda es hija de un anatema. Y, sin embargo, lo que la hace eterna es la suma de los pecados sucesivos de sus hijos. Los sevillanos.
Miguel dice
Si al tino habitual de las muescas de la Noria le añadimos el toque Rosell, el resultado no puede resultar más favorecedor. Un placer.