La Fama, esa dama con alas de águila que los romanos representaban tocando una trompeta doble, anuncia la verdad y la mentira sin diferenciarlas. Igual que la vida. El rastro que deja a su paso es subjetivo y arbitrario: muchos son los convocados por la seductora música de sus metales; escasos son los nombres propios que han logrado alcanzar la cima donde la ubicase el poeta Virgilio, que la equiparó con un monstruo. En la historia de la música moderna, concepto suficientemente amplio para que –lo mismo que en las novelas– entren especies de toda clase y condición, sus dictados han provocado los triunfos más gloriosos así como los fracasos más incomprensibles. Músicos talentosos pasaron sin demasiada pena ni gloria por escenarios y estudios de grabación por carecer de sus favores; autores e intérpretes banales, en cambio, han gozado de una extrañísima aceptación debido a su azaroso concurso. Para la generación del tardofranquismo, una época que se extiende desde finales de los años sesenta del pasado siglo hasta mediados de los setenta, los héroes mitológicos más a mano eran los personajes de los tebeos –el cine de los pobres– y los músicos que, si no lo impedía la Señora Censura, lograban llegar, a cuentagotas, a los platos de los antiguos tocadiscos. A esa insigne estirpe pertenece Ramón de España (1956), uno de los mejores escritores (preferentemente de periódicos) de este país.
Las Disidencias en Letra Global.