La nefasta costumbre de identificar de forma mecánica a un autor con su obra, restringiendo el arte de la interpretación literaria al mero desvelamiento de las máscaras verbales, ha hecho escasa justicia a muchos escritores a los que se les (re)conoce –sobre todo si su imagen encaja con el arquetipo del poeta– pero casi nunca se les lee. Un caso paradigmático es el de Carlos Edmundo de Ory (1923-2010), el viejo hombre con sombrero de Thézy-Glimont, una aldea francesa de la región de Picardía. ¿Cómo acabó un gaditano, hijo de la ciudad de la luz y el horizonte en semejante suburbio? Lo explica una larga historia colmada de desvíos, itinerarios y naufragios. José Manuel García Gil la relató en Prender con keroseno el pasado, una documentadísima biografía que mereció el Premio Domínguez Ortiz (Fundación Lara). En ella se trazaba con todo detalle y sustento documental el trasfondo vital sobre el cual el último poeta de la estirpe de los vanguardistas ibéricos posteriores a la Guerra Civil escribió su obra. De Ory tenía algo de llama perpetua que se consume sin perecer por completo. Ardió de múltiples formas y con fuegos desparejos. Casi podría decirse que, igual de Cansinos Assens y otros representantes de nuestra literatura punk, fue una suerte de grafómano. Tocó todos los géneros. Arribó a todas las costas. Conoció todos los destinos. Se multiplicó hasta el infinito a través de muchas voces, contradiciéndose sin quebranto porque lo importante en la vida, como ya sentencieron los clásicos, es navegar, no llegar exactamente a un sitio. El puerto es el desenlace que acompaña a los navegantes; pero su voluntad está en el trayecto.
Las Disidencias en Letra Global.