“No te gobiernan textos, sino tratos”, escribió Francisco de Quevedo en uno de sus célebres sonetos satíricos contra los desmanes de la justicia y los negocios, no precisamente piadosos, de los magistrados en la España de su tiempo. El poeta madrileño, que murió sin ver resuelto el eterno pleito sobre su señorío en la Torre de Juan Abad, al cuidado postrero y piadoso de los frailes dominicos de Villanueva de los Infantes, sufrió en carne propia las arbitrariedades de los tribunales, que retorcían las pragmáticas, edictos y órdenes de la Corona –hablamos de una monarquía absolutista–, según fuera el interés en venta o conviniera al deseo ajeno de un tercero, a menudo a cambio de una bolsa llena de doblones. Quevedo no fue el primero en proferir maldiciones verbales contra alguaciles, letrados y abogados. Existía desde antiguo una larga tradición popular, vertida en el caudal del refranero, ese monumento a la gramática parda, que censura tanto la ignorancia como la venalidad de los jueces. Ambas cosas. Cabe concluir, por tanto, que en España el estamento judicial no suscita precisamente mucho afecto. De lo que no se guarda recuerdo, al menos en nuestra historia más reciente, es de que un gobierno, por injusto que sea, trabaje sin descanso, desde la mañana a la noche, en contra los jueces y a favor de delincuentes condenados mediante una sentencia firme.
Los Aguafuertes en Crónica Global.