No existe una estampa que explique la arbitrariedad de la posteridad literaria mejor que la figura de un náufrago lanzando al mar un mensaje encerrado dentro de una botella. Los libros, y por extensión los escritores, que son los objetos que han escrito más que sujetos mortales, se parecen al azaroso devenir de una estrella: encierran en su interior un brillo extraño, pero sólo es visible si topamos con ellos. La galaxia de las letras está llena de astros fugaces que no fueron avistados por nadie, o que reverberaron, entre satélites similares, durante un brevísimo instante. Borges dedicó un poema –soberbio– a los poetas menores de la antología inglesa, cuyo vuelo, con el paso del tiempo, quedó reducido a un mero nombre en un índice. Manuel Chaves Nogales (1897-1944) es una buena muestra de este sentido (irónico) de la fama. En su momento fue un periodista celebrado y exitoso. Un reporter que viajaba en avioneta para ver a Troski o entrevistar a Goebbels, ganador del Premio Mariano de Cavia, subdirector del diario Ahora. Respetado por su gremio –toda una hazaña si tenemos en cuenta que hablamos de una legión de piratas sin corazón– y, para algunos, como el escritor Andrés Trapiello, símbolo de la Tercera España, presuntamente mayoritaria, que, en los años de la Guerra Civil, cuando había que elegir un bando para salvar la vida, optaron por situarse en un honorable punto intermedio: con la legalidad (republicana) pero frente a los extremismos.
Las Disidencias en Letra Global.