Leo estos días un tratado sobre filosofía práctica de José Antonio Marina: Elogio y refutación del ingenio (Anagrama). Hace unos cuantos años este libro ejemplar ganó algunos premios que situaron al profesor de secundaria que es Marina entre la estrecha, y no siempre exacta, nómina de filósofos españoles. Esto es: los pensadores que no son considerados tipos raros y herméticos, sino una suerte de sabios a la manera de los antiguos consejeros espirituales. De todos los filósofos que tenemos en España apenas tres o cuatro disfrutan de esta noble condición. El primero es Savater, por supuesto. Después está Eugenio Trías. Y, por lo que parece, el tercero terminará siendo Marina. Existe un gran abismo entre ellos, no cabe duda, pero a ojos del personal los tres cumplen la misma función. Son tipos a los que muchos tenemos por listos. Señal, por otra parte, de que nos conformamos con poco y que no hemos perdido la mala costumbre de encasillar las cosas, como si nos molestase el inevitable desorden de la vida.
Marina, después de este ensayo que le sirvió de consagración, ha escrito muchas otras obras brillantes, como una Ética para náufragos y un tratado sobre la afectividad (El laberinto sentimental). Ambas indican claramente cuál parece ser el futuro inmediato de la filosofía: la divulgación del humanismo en un mundo cada vez más deshumanizado, donde la abundancia de propaganda impide el milagro del análisis crítico. Al contrario que las antiguas escuelas filosóficas, preocupadas por sistemas generales de pensamiento, los filósofos de nuestros días se circunscriben estrictamente a nuestro mundo, que es un espacio limitado y donde el caos ha sustituido a la globalidad. Los filósofos españoles han dejado de ser aéreos para convertirse en terrestres. Sus ideas son domésticas, casi de andar por casa, instrumentales.
Marina comenzó a construir su obra filosófica a partir de los juegos del ingenio, que es una de las formas que tenemos más a mano para reírnos de nosotros mismos. Es un sano ejercicio. El ingenio, como señala en su ensayo, “es no sólo una diversión, sino un ambivalente modo de supervivencia”. Cierto. La realidad es demasiado seria para no convertirla en un juego de burlas que nos permita sobrevivir. El tratado de filosofía vital más perfecto que existe es la risa. Es un método insuperable. “El ingenio”, escribe Marina, “es el proyecto que elabora la inteligencia para vivir jugando. Su meta es la libertad desligada, a salvo de la veneración generalizada de la realidad”.
Dicho con nuestras propias palabras: la inteligencia absoluta no es la del erudito, sino la del hombre ingenioso, una de cuyas costumbres es no tomarse demasiado en serio. Los individuos carentes de ingenio, por muy inteligentes que parezcan a primera vista, terminan antes o después sometiéndose a la realidad. Ya lo escribió Sartre: “Existen dos clases de gente seria, los revolucionarios y los propietarios”. Son también el origen de dos formas de dogmatismo histórico. Uno, que no tiene edad ni propiedades, y que desdeña cualquier revolución que no sea íntima, está vacunado gracias a esta filosofía menor contra las promesas de los notarios y frente las proclamas de los revolucionarios. El único patrimonio que ambicionamos en esta vida es la búsqueda inútil del ingenio. El cofre del tesoro de los que son verdaderamente sabios.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[14 marzo 1997]
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