Las firmó con seudónimo. Anglosajón, por supuesto: Vernon Sullivan. Quizás lo hizo para ocultar su verdadero nombre, que era aparentemente ruso pero, en realidad, no dejó en ningún momento de ser francés. Boris Vian (1920-1959). Un loco. Un surrealista menor. Un visionario. Las publicó alrededor de los años cincuenta, cuando la capacidad creativa general, del tiempo histórico, por así decirlo, era más fecunda e interesante que ahora. Me refiero a una serie de novelas negras, en apariencia policíacas, entre las que se encuentra Con las mujeres no hay manera (Alianza Editorial), obra menor en extensión y pretensiones que, sin embargo, es lo más refrescante que ha caído en mis manos últimamente. Nada que ver con los aires lúgubres de eternidad que alumbran algunas de las novelas de moda.
Vian es, digamos, un autor maldito. Tiene un público fiel, pero nada numeroso, cosa que le beneficia tanto como su ingenio, la buena condición necesaria de toda literatura humorística que se precie, aunque el adjetivo la mayoría de las veces se entienda de forma equivocada. La obrita en cuestión cumple esta premisa: es divertida, ágil, original. ¿Por qué? Pues porque toma los tópicos de esa literatura de consumo que es la noir y los dispersa en una trama con muchas más posibilidades que las habituales del género. Vian nos cuenta –con el placer de lo que se improvisa– una historia de mafias, drogas y bandas rivales en las que la gran novedad consiste en el protagonismo de la figura de la mujer. Podría decirse que se trata de una obra misógina, ya que el punto de vista de la narración –primera persona– es eminentemente masculino, pero aplicar este adjetivo sin más sería reduccionista.
Vian no pretende inventar el género del feminismo mafioso. Su objetivo es divertir(nos) contando lo de siempre: sangre, tiros, violaciones que mudan en amor y secuestros estomacales. Y lo hace desde el trampolín del sarcasmo. Las mujeres le sirven esencialmente para esto: hacer escarnio. Dicho así parece negativo; pero si se mira en su contexto y en relación a su época no lo es: gracias a este procedimiento otorga a las mujeres un protagonismo que hasta entonces era inaudito en la evolución del género. Toda buena literatura funciona igual que un dardo: se escribe contra alguien o contra algo. Con buenos deseos no se hacen buenos libros. Los comentarios del protagonista del relato, en los que se desdobla Vian, son la parte más perdurable de la novela. Su intensidad le permiten salir en busca de la complicidad del lector, al que engaña, distrae, provoca y sitúa en un hábitat literario amable dentro de la inevitable violencia de una historia negra. El resultado es una mezcla cínica.
¿Quién mató al chino? ¿Por qué? ¿Qué pretendía? Una banda de mujeres lesbianas siembra el pánico en la capital de Estados Unidos y dos hermanos, vestidos de mujeres, falsos travestis a los que la líbido juega malas pasadas al menor roce con sus semejantes, hijos de un prestigioso senador, solucionan el enigma destruyendo a la peor banda de amazonas de la historia (literaria) reciente. Vian no deja de hacer una reflexión (burlesca y de género) sobre lo atados que estamos los hombres a los insondables deseos femeninos. Las mujeres pueden ser dulces o cruentas. Vian siempre elige a las segundas, lo que lo convirtió en una bestia para las feministas militantes. No le importó demasiado: para ser un excelente escritor no tenía que militar en nada. Ni tampoco usar citas en latín.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[17 febrero 1995]
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