Wilde, la eternidad y el rango sagrado que otorga una cristalera. En esta singular disquisición bizantina se han pasado las últimas semanas los miembros más acreditados y circunspectos de la hierática y educada sociedad cultural británica. Han discutido, escrito y lanzado a través de las ondas –la doctrina intelectual que no se propaga mediante las tertulias parece condenada a morir enterrada en un mar de papel– la conveniencia o propiedad –en el mundo sajón todo es corrección, empezando por el patrimonio– de incluir el nombre de Óscar Wilde, encarcelado por sodomía, en las cristaleras de la Westminster Abbey, junto a la estancia conocida como la esquina de los poetas.
Tan sesudo debate culminó con la aceptación por parte del la iglesia anglicana de la figura del escritor modernista, a quien ha vuelto a dar su amparo y a acoger en su seno, oh benigna institución, después de lanzar contra su persona todo tipo de acusaciones durante la era victoriana, cuando la homosexualidad era un delito penal cuyo castigo consistía en ir la cárcel, lugar donde paradójicamente –y eso lo saben bien quienes han pasado por ella– la afición a determinados vicios nefandos es tan tradicional como las procesiones folclóricas. Uno creía que la inmortalidad, en literatura al menos, la daban los lectores o, en caso de falta de público, el estilo singular, no las cristaleras labradas de los monumentos nobles. Se ve que no.
Dejando de lado las tonterías protocolarias inherentes a estas cuestiones, en esta diatriba la sociedad británica ha demostrado ser más estricta de lo que algunos escarmentados podíamos imaginar. Mientras los jerarcas anglicanos decidían subirse al generoso carro de los errores históricos, que siempre son irremediables, y apuntarse sin dudar al cometa de la modernidad, la justicia inglesa dijo aquello de “no, muchas gracias”. Se trata, por supuesto, de un hecho aberrante: el ministerio de Justicia británico se opuso rotundamente a desagraviar a Wilde, cuyo recuerdo parecía condenado a ir de despacho en despacho, y de sacristía en sacristía, sin entender a qué viene tanto jaleo cuando en su día lo dejaron morir en el olvido y en la indigencia. El argumento del ministro inglés de la cosa para negarse a revisar el caso fue que, técnicamente hablando, el fallo que envió a Wilde a Reading fue adecuado a la ley de su tiempo. “Jurídicamente hablando, la condena fue correcta”.
Mejor que entretenerse en estos debates bizantinos hubiera sido emplear el tiempo en divulgar la obra literaria de Wilde, a quien deberíamos dejar de recordar sólo por sus preferencias sexuales. Todas las razas y colectivos oprimidos han demostrado a sus opresores, esos ciudadanos de orden con las raíces tan puras, que la xenofobia no es sino la semilla del pánico al talento ajeno. La opresión, inhumana y sangrante, artísticamente es más fecunda y provechosa que cualquier pureza mental. Por eso convendría no perder más el tiempo en revisionismos estúpidos y limitarnos sencillamente a los libros. La política no es literatura. Por suerte. Umbral escribió en algún sitio –la Trilogía de Madrid, creo recordar– que la homosexualidad, se le ponga la estética que se le ponga, siempre huele mal. Discrepo: juzgar la literatura por cuestiones personales sí que huele siempre a lo mismo: a ignorancia.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[1 de agosto de 1994]
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