Los sesudos escriben. Los aburridos escriben. Los genios y los aprendices escriben; lo hacen quienes prometen y los que, por mucho que ellos se las prometan muy felices, no tienen nada que hacer. El problema es: todo el mundo escribe. O por ser más exactos: demasiados redactan creyendo que escriben. Ya casi no se diferencia la ganga de la mena, la literatura de la escritura mecánica, procedimiento que consiste en poner una palabra detrás de la otra, sin más. Vivimos en los extremos: de la literatura puramente comercial, funcional, de consumo rápido, pasamos, sin término medio, a la escritura de alambrada, donde para abrirse camino uno debe encontrar la luz en la oscuridad con un esfuerzo estéril, obras escritas para uno mismo y los amigos de la capilla.
Se hacen incluso textos a partir de tertulias: obras ilegibles que se pretenden geniales, pero son cerradas, inútiles. Todo esto va en perjuicio de la literatura de verdad, la única que merece la pena escribirse, la que no depende de los talonarios ni de las frustraciones, sino del talento. Leer, extrañamente, todavía goza de buena prensa, aunque sea un vicio minoritario. Escribir, no tanto: siempre es algo sospechoso. Para algunos la literatura ha ido alejándose de la sociedad y viceversa. Seguramente sea un proceso en el que ambas partes –literatura y sociedad– tienen una cuota equivalente de responsabilidad. La sociedad posmoderna huye de los libros y los libros ignoran el pulso social de los tiempos, ensimismados en una tradición que no renuevan. No hay entendimiento.
Muchos lectores creen que ya no existen los clásicos: esos libros de calidad literaria que, sin embargo, son divertidos, profundos, útiles. Aquello de enseñar deleitando sólo es una frase. Se recomienda El Quijote como un libro serio, cuando es una broma infinita. El humor, para Cervantes, es la filosofía más profunda. Lo recuerdo siempre que me preguntan por Bryche Echenique, el peruano iconoclasta de gafas redondas, de pasta, cuidadas, un tipo que aparenta ser un profesor despistado y locuelo. Es un escritor de la extraordinaria categoría de los secundarios. Ha escrito un puñado de novelas y relatos que encarnan, como pocos, esta mezcla de humor fino, de cincel, detallista, y la literatura que por su afán de divertir no pierde su condición esencial: ser literatura.
Los cimientos de la ironía resisten mejor el paso del tiempo que la arquitectura de las grandes ideas. Se mueven cuando la tierra tiembla y siguen en pie mientras los templos se vienen abajo con toda su prosodia verbal, llena de ornamentos gratuitos. La exagerada vida de Martín Romaña, una de las novelas de Bryce editada por Plaza y Janés, es un volumen de extensión notable que se devora en apenas cuatro días. Es un mérito indiscutible. Prosa es fina, corta, amena. Su tema es el humor como retórica literaria. Releyéndolo me pregunto por qué algunos se han alejado de las historias y el estilo de la gente común. ¿Cuándo dejamos de divertirnos al coger un libro, abrirlo y empezar a leer?
Los lamentos por los ínfimos índices de lectura no se solucionan con campañas publicitarias ni a golpe de presupuesto. Tampoco en la escuela, donde la literatura, salvo honrosas excepciones, se sigue enseñando de forma cansina, escolar, mediante listas de autores, relación de obras y memorización de sinopsis. Cuando para quienes se dedican a escribir –o lo intentan– la escritura recupere la naturaleza perdida de los mensajes entre iguales, sin jerarquías, como era en el albor de los tiempos, probablemente se lea bastante más y se disfrute de los libros como se disfrutaba cuando tu abuelo te contaba un cuento y, al llegar al final, apagaba la luz y, sin querer, encendía esa hoguera invisible que hace que creas que tú también debes escribir.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[23 junio 1995]
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