La Gramática de Emilio Alarcos Llorach (España Calpe) se vende como churros. Ha sido uno de los libros que más se han comprado estas navidades. Cosas de las fiestas, supongo. Cualquier exquisito podría pensar que tal episodio es una muestra característica de la orgía consumista con la que nuestra sociedad –consumista en realidad durante el año entero– juega a las despedidas anuales. ¿Qué mejor que un libro apañado que poner en las estanterías de casa y que, de paso, también sirve para las discusiones superfluas en las que todo el mundo incurre cuando pretende dárselas de intelectual? Algo similar sucedió hace no demasiado con El Péndulo de Foucault, de Umberto Eco. También pasa con obras menores y de consumo raudo: ciertos libros de periodistas sabelotodo, biografías morbosas, compendios de cocina que nunca se usan a la hora de comer y algún que otro título con más ruido que nueces.
Pasadas las fiestas la Gramática sigue vendiéndose. La excusa de los regalos ya no es creíble. ¿Cómo es posible? Acaso por esa tendencia social –y culturalmente falsa– que dice que debemos comprar lo que se denomina un libro básico. Hay mucha gente que compra libros argumentando que lo hacen porque quieren tener en su casa obras esenciales. Nunca he sabido exactamente para qué. Tan básica puede ser una novela de Corín Tellado como los últimos devaneos narrativos de Milan Kundera. Depende de cada persona. A unos nos gustan ciertas cosas. A otros, otras distintas. Pero esta costumbre lastimosa de comprar libros sin reflexionar sobre su contenido no nos hace pensar que los sondeos de lectura son fiables. Ni de lejos. Entre otras cosas porque estos libros tan básicos generalmente no los lee casi nadie. Son como los estudios superiores: se trata de un nivel educativo deseable para cualquiera pero que terminan dando lugar, en mayor o menor medida, a experiencias traumáticas.
El Quijote también es un libro básico. A mí me entusiasma, pero siempre dudo de aquel que gasta demasiada saliva hablando de la necesidad ineludible de leerlo. Ocurre igual con las obras completas: se venden en ediciones de lectura imposible, en tomos gordos e incómodos. La única excepción son los autores con poca obra. Al resto de los patriarcas de la profusión es mejor leerlos en tomos sueltos, de bolsillo, más baratos y manejables. La fascinación de los compendios consiste en otra cosa: ponen lógica en el desorden de cualquier vida literaria.
El sorprendente éxito (comercial) de Alarcos, sobre todo, es fruto de un atrevimiento: arriesgarse a compendiar como si fueran nuevas las leyes de una ciencia –la ilustre gramática– que todos creemos conocer a la perfección y de la que en realidad sabemos bastante menos de lo que deberíamos. Se tiende a confundir la gramática con la normativa. Una gramática no es una obligación. Para el que pretende escribir debe ser una vocación íntima. En la sintaxis reside el secreto de la escritura, que está en el ritmo libre de las palabras rozándose. Pueden llamarme reduccionista si quieren. No importa. Suelo bostezar cuando leo un poema con versos demasiado aliterativos o lleno de erudición insondable. Ambas cosas convierten la literatura en insoportable. Alarcos nos da la pauta: claridad expresiva, sinceridad, estilo.
Su manual no sólo viene a llenar un vacío inaudito dentro de una institución como la Real Academia. También sienta un precedente de excelencia: el de los grandes tratados en los que la precisión y la amenidad mantienen una relación de serenidad. Desde el Esbozo Oficial de los años 70 ningún académico de número se había atrevido a escribir su propia gramática. Que lo haya hecho un maestro es más que elogiable. Casi un milagro en un gremio en el que la innovación no es frecuente. La Gramática de Alarcos no es realmente un libro básico. Decir eso es condenarla a donde no debería estar: olvidada en una estantería empolvada. Es un libro útil para aprender a escribir con acierto y que nos ayuda a entender que la lengua es como una mujer a la que, para hacer buena literatura, hay que saber manejar con conocimiento de causa.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[27 enero 1995]
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