Los mecenas son tipos afortunados. Con su dinero pueden comprar voluntades, plumas, intelectos y servicios refinados de propaganda. Así ha sido a lo largo de la historia. Primero compró intelectuales y artistas la nobleza: para ella trabajaron, rindieron pleitesía y se rebelaron los artistas. Después lo hicieron los hombres de negocios más o menos acomodados. Ahora lo hacen –con nuestro dinero, faltaría más– los políticos, que son una nueva casta extractiva: una clase preñada de privilegios que vive de los fondos públicos y tiene intereses, casi se diría que también obstinación, en que sus acciones cuenten con las correspondientes justificaciones ante terceros. No en vano, todos vivimos –dicen– en una democracia. Justamente por eso los políticos compran voluntades intelectuales, que dejan de serlo en cuanto acontece la correspondiente transacción.
Uno nunca ha sabido muy bien en qué consiste ser un intelectual. Uno sable lo que son los escritores, los pintores, los sociólogos, los estudiosos y otras faunas de los distintos campos del saber, pero lo de que exista, de forma autónoma, mágica, una clase intelectual propiamente dicha nunca lo ha visto muy claro. Ni por clase ni por intelectual. El que suele considerarse a sí mismo un intelectual sólo es una sirena a sueldo. Todos los sistemas (de poder) necesitan sus sirenas: personajes mitológicos –en este caso con una supuesta influencia sobre las masas– que atraigan la atención ajena, vendan las bondades propias y no olviden pregonar las maldades ajenas. Especialmente importante es esta segunda parte de su trabajo: el método más efectivo de propaganda no consiste en afirmarse, sino en guillotinar los pies de aquel que asciende hacia la cima que ocupamos.
De ahí los conocidos cantos de sirena: las melodías que diariamente usan –unos y otros– para llevarnos al huerto de las mentiras. Con las sirenas no conviene ni escandalizarse y ni respetarlas. Sólo cabe vacunarse contra su influencia: poner en cuestión sus cantos y recordar que, casi todas, con mejor o peor rostro, cobran un dinero sucio por lo que dicen y escriben. Podríamos decir que se trata de una degeneración compartida: el político con aspiraciones compra; el supuesto intelectual se vende. Ambas conductas son imposturas, pero, si hay que elegir, más grave me parece vender la propia voluntad, que es la única conquista de la libertad, que comprar la ajena. La sabiduría debería ser la guía para la propia libertad. Si no material, al menos sí de criterio.
De la última pléyade de famosos escritores, artistas, periodistas y músicos danzantes salieron las últimas sirenas de los socialistas menguantes. Alguna de ellas busca ahora otros mares más azules persiguiendo las gaviotas que señalan el nuevo horizonte del poder. Esperan, igual que sus antecesoras, que este nuevo hogar sea generoso con su sacrificio y los reciba como hijas pródigas, cuando sólo son conversas. Así es la vida: su arte no les daba para comer, ni siquiera para pasar hambre. Y, al final, han terminado descubriendo que su único negocio consiste en vender su voz.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[10 mayo 1996]
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