Tener un discurso literario consiste, entre otros factores, en provocar extrañamiento. El escritor es el estilo y el estilo debería diferenciar al escritor de los meros redactores de palabras, escritos, artículos de opinión y aficionados a pasar a la inexistente posteridad contándonos su vida bajo el castigo de una novela primeriza. El estilo es un ritmo mental. Está dentro de la cabeza y, a veces, sale de paseo por el folio en blanco. Escribir es contar de forma personal, unívoca, distinta, limpiando el idioma de las expresiones comunes o haciendo con éstas el milagro de resucitarlas.
Algunos poetas terribles decían que al lenguaje hay que violarlo; no tanto porque nos ofrezca sexo, sino porque sin tensión cualquier escritura carece de interés artístico. Nada es más difícil para un escritor que conseguir dotarse de un estilo, un código, una estética propia. En literatura son muchos los ecos pero muy pocas las voces que resuenan solas. Ocurre igual que en algunos periódicos: quienes no tienen modelo editorial se dedican a manchar páginas con entrevistas ajenas; quienes saben lo que hacen –o lo intentan– relatan lo que no sabemos de nuestra vida.
En general, en una librería encontramos a más imitadores de estilos –algunos hábiles, otros previsibles– que a voces dispares. El mercado del libro, pese a la cantidad de papel que destruye sin necesidad, tiende a unificar las voces alrededor de una serie de coros. Quienes escribimos empezamos plagiando. Es lo natural. Y lo razonable: el oficio se aprende por emulación, cuestionamiento y destilación. No hay otra forma. Ni nunca la hubo. Tras la copia, que debe ser tan osada como impertinente, hay que matar –con dulzura– a los padres literarios de primera hora para asentar, consolidar y expresar la propia identidad, que ya no debe ser réplica, sino una suma de contrarios, un conjunto de analogías que sintonizan nuestro cerebro con nuestra mano pasando por el corazón.
Todo estilo literario, en su caprichoso proceso de formación, parte de una copia y termina con un asesinato, aunque sea metafórico. Cada escritor crea su propia tradición, inventa a sus maestros entre los espejismos y las dictadura de las modas y termina llevándoles la contraria, al menos en parte. De todos se aprende: de la prosa de Onetti, de la ironía de Cervantes, de la sabiduría nórdica de un Borges porteño, del Valle-Inclán que dirigió la academia de Roma como un mendigo arruinado por un mal divorcio, de Poe, de Vargas Llosa, al que el estilo ni se le adivina pero es sólido como una roca, de Neruda, de Carpentier, de Bukowski, de Vallejo.
Los opuestos, en literatura, son complementarios porque el arte nunca ha sido un vicio puro, sino promiscuo. García Marquez nos enseñó a contar como hablaban nuestros abuelos. No sólo en sus novelas canónicas, sino en libros de relatos como Los funerales de la Mamá Grande, donde los personajes tienen la misma ternura de los ancianos, viven en un mundo donde las cosas están bien narradas, donde platicar es un arte popular, donde los días de fiesta uno se vista con telas inmaculadas. Sus criaturas mueren a una hora exacta y saben, mucho antes de que suceda, cuál será su destino, como si el libro de la humanidad estuviera escrito de antemano por un Dios desconocido.
Algunos escritores, como el Nobel colombiano, aspiran a alcanzar esta condición de deidad total. Otros escriben desde las aceras de los recuerdos, como la ocurre a Cortázar. ¿Quién es mejor? Nadie podía decirlo categóricamente. Hay días que la sintaxis de uno nos resulta más grata que la del otro. Otros sucede lo contrario. La maravilla de los buenos libros es que podemos saltar de una orilla a otra sin contradecirnos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[20 octubre 1995]
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