Dulzones y azulados, blue, blue blue, los editores se matan por las esquinas buscando jóvenes valores, gente potencialmente rentable que poner en sus catálogos, porque lo de ponerlos en nómina pasó, definitivamente, a la historia. Se requieren escritores de una nueva generación para una nueva estirpe de consumidores. Puesto que de lo que se trata aquí es de ampliar los mercados, todo lo referente a las generaciones convendría dejarlo de lado. Es un término gastado. Es más: siempre ha sido una falsedad.
Escritores jóvenes para lectores de su misma edad sería acaso una expresión más correcta, pero ni así dejaría de ser un mal lema comercial. La realidad discurre por otro sendero: los jóvenes leen cada vez menos –no se gastan el dinero que no tienen en papel– y a los cachorros que los editores promocionan para convertirlos en nuevos activos sólo los leen quienes no son lectores en el sentido estricto del término –que nada tiene que ver con lo esporádico, sino con la regularidad– y los que se dedican a las reseñas de actualidad, ese invento.
No es porque todos sean malos, sino porque sus libros son muy caros para lo que ofrecen. No son valores seguros, sino riesgos mal estudiados, sin épica. Cualquier lector con un mínimo de criterio no se arriesga si no es de forma voluntaria. Es absurdo pues pensar que dicha actitud puede ser inducida gracias a la publicidad, las críticas teledirigidas –tan abundantes– o las tertulias culturales. Cualquier libro de bolsillo de un autor clásico, a ser posible muerto, es más barato y, en general, suele estar mejor escrito.
La razón salta a la vista: han sobrevivido al tiempo, que en literatura es el único juez con prestigio. Los muchachos de la nueva ola que las editoriales buscan, o fabrican, son como botes de detergente. Al principio, parece que lavan (escriben) correctamente; al día siguiente te das cuenta de que ni lavan. No cabe duda de que los principiantes les ponen ganas. Algunos han aprendido a venderse de maravilla. De sus libros, alguno –en singular– perdurará, pero la mayoría entrará a formar parte de la división de los prescindibles, que es un universo ancho y extenso. No será el mercado, sino el juicio de los lectores con criterio quien los salvará o los irá pulverizando.
La publicidad no malogra a la literatura, pero no la convierte en tal si no viene ya hecha de cuna. La rentabilidad literaria cotiza en una bolsa de valores cuya unidad de transacción mínima es la década. Nada que ver con el mercado literario actual. Los productos culturales, que en eso han convertido los mercaderes a los libros, cada vez duran menos. En las librerías y en nuestras bibliotecas. Bastantes aspirantes al Olimpo sueñan con repetir el cursus honorum de Muñoz Molina: carrera meteórica, buenos contactos, tribunas engalanadas en prensa, premios. Hasta cargos culturales.
Tal aspiración general confirma el cambio de valores de las carreras literarias: los libros, en este nuevo paradigma, son apenas un pretexto para construir una marca personal. La literatura es como un vino joven: necesita tiempo, reposo, barricas de roble, las mínimas miradas y crecer sin ruido. Tan sólo así, en silencio, se convertirá algún día, si el bodeguero no la malogra, en un caldo de primera.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[8 septiembre 1995]
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