Fue en un centro comercial. El consumismo navideño hacía su diciembre con libros, discos, videos, cosas. Fue en Madrid, capital del Reino. Ciudad maldita y profana, la urbe de todos los cafés –que ya no existen–, los callos de la Bodega de Antonio Sanchez, España hecha vísceras; la urbe de tantas ansias e infinitas decepciones. La gente se agolpaba por las galerías. Los libros esperaban en las estanterías que algún Valentino se fijara en ellos. Exigían poco: no pedían un conquistador, sino sólo un posible interesado en el color de su alma. La transacción sería la clásica: dinero a cambio de un trozo de vida hecho signos e impreso en una gavilla de papeles.
Reverte (Pérez) era el rey absoluto en este universo de cultura de consumo, ensayos de mercado y ocasión, novelas cuya portada asustaría a cualquier amante –serio– de los libros. También había guías de viaje y manuales de idiomas, los más caros de todos. Era Babel, pero sin biblioteca. Un almacén de falsa cultura, donde importaban las novedades, no los catálogos; el golpe de suerte, en vez de la trayectoria. Acumulación, descatalogación, suma, adición, venta, caja. Allí uno podía encontrar de todo siempre que el concepto de totalidad se limite a las novedades de apenas unas pocas semanas.
Superado este plazo, los libros, que aquí son objetos sin poesía, se vuelven caducos, vetustos. Su degradación comercial –la literaria es otra cosa distinta– se acelera a partir de entonces como un trozo de carne sacado a destiempo del congelador. Entonces hay que retirarlos de los estantes, sustituirlos, buscarles un sucesor, un heredero, aunque sea tan efímero como ellos. Ninguno de los libros que encontré era, a pesar de esta vida breve, una rosa. Tanto los libros de los estantes como los que se agolpaban en el suelo, sobre las alfombras, junto a las cajas registradoras –coger y pagar, sin necesidad de mirar nada más– eran, decían, los que más se vendían.
Con la curiosidad de los escépticos me acerque a uno: Así se hizo la Transición, de Victoria Prego. La historia de siempre. No tenía que ser forzosamente un mal libro –los textos de encargo han motivado grandes obras–, pero parecía excesivo, demasiado enciclopédico para una lectura real. Sobre su portada la editorial había colocado un sello similar al que se utiliza en los mataderos para marcar a las reses muertas. En él se leía lo siguiente: “Ejemplar dedicado por el autor”. Y dentro, en las primera páginas, con un logo parecido al de los consejos de ministros, aparecía la rúbrica de la autora como una falsificación en serie con la correspondiente dedicatoria.
En Estados Unidos ya se cobra por dedicar un libro. En España no hemos llegado a ese extremo –el pago al escritor va incluido en el precio del volumen– pero todo es cuestión de tiempo. Lo anecdótico se ha vuelto más rentable que lo esencial. Libros sin literatura, con saludos de molde y buenos deseos. Sabíamos que muchas novelas se escriben de fábrica. Lo que no sabíamos era que las dedicatorias también forman parte de esta industria absurda que todo lo banaliza. Incluso el arte de la literatura.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[12 enero 1995]
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