Me sumerjo estos días en la brutalidad lírica de Henry Miller, a quien tenía algo olvidado. Releo Trópico de Cáncer en una edición barata, de las únicas que podía permitirme el lujo de tener –tener siempre es un lujo– cuando además de más joven era mucho más pobre e indocumentado. Cualquiera que no tenga trabajo es, de facto, un indocumentado: no existe. Y así estaba yo hace unos años, sin laburo y entretenido con Miller y su fresa de ácido. Descubriendo al tiempo como el cáncer mortal que nos devora. Entendiendo que todos estamos en realidad muertos. O que nuestros héroes están enterrados o matándose.
El libro salvaje de Miller me enseñó todas estas cosas. No es poco. En los tiempos que corren, es un consuelo. Hay quien no traga al escritor norteamericano porque piensa que casi todo en su literatura es pose, tópico, cuatro fórmulas gastadas. Ya saben: la literatura del desastre personal, del fracasado que extrae arte de su vómito metafísico, de su condena. Es una opinión. En todo caso, Miller es bastante más cosas: el único poeta en prosa que amó como un animal a Anäis Nin –sus cartas cruzadas son deliciosamente lascivas– y que tiene el mérito de no dejar indiferente a nadie.
Con él sólo hay dos opciones: o se le odia o se le ama. Es tan brutal como la jodida realidad. ¿Debe la literatura ser tan directa? Depende. En literatura no hay fórmulas seguras: cada escritor debe buscar su estilo. Los versos vulgares de Miller, que eso son en el fondo sus libros en prosa, están llenos de felonía ansiosa, que es un ingrediente que no debería caer en desuso aunque determinados críticos los consideren piezas de un museo disecado. Miller, padre del cirrótico Bukowski y de muchos otros, cometió el pecado de renunciar –conscientemente– al sueño americano. Escribía de putas, felaciones, polvos, comida y hastío.
Todo esto es cierto, pero no deja de ser una forma de encajonar su inmenso talento. Se palpa en casi todo lo que escribió. No podía ser refinado: la vida le trataba a patadas. Optó por no traicionarse a sí mismo y esto lo convirtió en un escritor deslumbrante. Primavera negra es uno de sus libros de relatos. Se encuentra en las ediciones de bolsillo de Plaza y Janés. En sus cuentos se usa la rosa y el látigo mucho antes que Umbral. Alquitrán en mitad de un mar de nata.
Dicen que Miller contrajo la sífilis, la enfermedad de los poetas incontinentes, y de media Europa, en el barrio latino, entre mulatas. ¿Existe algo más literario? Merecería pasar a la historia sólo por eso, pero lo ha conseguido gracias a sus libros. Pese a ser considerados obscenos en el fondo estaban movidos por la máquina de la tradición. ¿No es acaso Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, uno de los primeros que en español mezcló la literatura con el sexo y la comida?
“Llevo en París seis meses. No tengo hogar, ni trabajo, ni dinero, ni esperanzas. Soy el hombre más feliz del mundo. Hace unos meses pensaba que era un escritor, un artista. Ahora no lo pienso: lo soy”.
Es común que tanta sinceridad escandalice. Pura hipocresía: todos llevamos dentro un porcentaje –no siempre menor– de perversión. Ese es el gran descubrimiento de Miller, la certeza que hace avanzar a su literatura: todos somos animales. Está bien que de vez en cuando nos lo recuerde uno de los nuestros. Camuflamos nuestras pasiones oscuras –que no son románticas– con la educación, las buenas maneras y las teorías freudianas. Miller no las necesita: sabe que la perversión no se trata en un diván, sino mediante líquidos, sábanas y dosis generosas de acracia.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[20 enero 1995]
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