La literatura de la reduplicación consonante y de los nombres con misterio latino. Onetti muerto y Benedetti más vivo que nunca. Sobre todo por dos de sus infinitos libros: el Inventario y los Cuentos Completos que editó Alfaguara. El poeta, que firmaba con un nombre tan candoroso como Mario, encarna a un tipo de escritor que se prodiga poco en estos tiempos por la república de las letras, poblada de autores con un afán de protagonismo superlativo –el ego es necesario, aunque acaso no tanto– que, en las entrevistas firmadas por ellos, ocupan más espacio que sus invitados. A algunos periodistas también les pasa.
De Benedetti se sabe relativamente poco, quizás algo más de lo que se conoce de Onetti, al que un día definieron como un “escritor para escritores”. Se sabe poco porque él se ha encargado de que todo lo que se sepa de su persona, salvo biógrafos constantes, se obtenga a través de la lectura de sus libros. Leer no es una actividad de masas, sobre todo si se trata del género mayor: la poesía, que casi nunca ha dado bien en televisión. El escritor uruguayo, ya muerto, se asomaba en el último término de su vida muy de vez en cuando a la pantalla o dejaba sus reflexiones en algún artículo de periódico. Veía la actualidad (de entonces) con una soberana tranquilidad, con la resignación de quienes ya lo han vivido casi todo. Y con cierta ironía propia de los hombres sabios que tanta falta nos hacen en este ecosistema de tertulianos. En estos momentos en los que, como decía Sánchez Ferlosio, cada vez somos más necios, corruptos, estúpidos y papanatas.
El libro completo de los relatos de Benedetti, presentado en un Madrid lejano de hace veinte años, se convirtió entonces en un homenaje a Horacio Quiroga, el otro gran escritor uruguayo. Loco con barbas de Rasputín, es el padre bastardo de Los desterrados y las Historias de la Selva, donde se pone en pie sólo con palabras un universo tan imaginario y real como Macondo, Santa María o Comala. Un mundo denso, plomizo, asfixiante: las estribaciones de la selva de Misiones, en la triple frontera entre Argentina, Brasil y Uruguay. Lo de reivindicar a Quiroga, a quien casi nadie edita ya en España en ediciones populares, es un gesto loable y hasta cierto punto arriesgado.
En realidad intuyo que por parte de Benedetti era una confesión: cumplir con la obligación que tiene todo escritor de recordar a esos otros autores desconocidos para el gran público que a ellos les han resultado fecundos a la hora de aprender. Benedetti, que siempre iba a contramano, no hizo en esto ninguna excepción. Fue poeta cuando nadie leía poesía, humilde cuando los escritores parecen eminencias físicas, articulista comprometido cuando los demás se refugiaban en los lugares comunes para disfrazar su falta de ideas y cuentista cuando a su alrededor todo el mundo hacía reverencias a la Santa Madre, la novela. Ya lo dijo Borges: si se escribiera una novela con la intensidad que exige un relato el resultado sería insoportable. Benedetti comulgaba con esta idea. Por eso reivindicaba aquel día lluvioso de hace dos décadas a Quiroga.
El escritor de la selva prefería la brevedad y la condensación de unas pocas páginas para retratar a los tipos y pintar el paisaje fronterizo de su literatura que las cientos de páginas de los novelones. Convendría modificar un poco las ideas de la crítica comercial, que sigue obsesionada con el género novelesco y resta importancia a los relatos bien construidos. Benedetti es la prueba de que los géneros en corto –artículos, poemas, cuentos– son técnicamente más difíciles y, con frecuencia, literariamente, mucho más fértiles. No hace falta escribir los nueve tomos de En busca del tiempo perdido para pasar a la historia de la literatura. Eso no depende de uno, sino de los demás. Basta con legar un buen ramillete de relatos o escribir un cuento de dimensiones ordinarias. Si está bien, es suficiente. Rulfo, que está en el Olimpo de los dioses, sólo escribió El Llano en Llamas y Pedro Páramo, que es un relato alargado. En literatura a lo más que se puede aspirar es a aquello que decía Borges: dejar, más que un poema entero, al menos un verso perfecto en el recuerdo de los hombres.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía] [15 de junio de 1994]
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