Siempre llegábamos a sus libros a principios del caluroso mes de junio, cuando el curso expiraba y nosotros, los escolares, pensábamos en los exámenes finales, que nos aguardaban como asesinos ocultos detrás de las esquinas de la clase. Su rostro estaba en el último tercio del manual. Era como un paréntesis en el temario: resultaba raro estudiar en clase al escritor que más leíamos en casa. Una suerte que sólo explica la falta de competencia provocada por el exilio republicano. Delibes entró en los libros de texto joven y terminó quedándose para siempre. Esta gloria escolar tan temprana ha terminado perdurando.
Razones sobran. La primera es su estilo. Su prosa ha sobrevivido a todas las modas literarias porque la austeridad concentrada es el mejor conservante que existe en literatura. La historia del Delibes escritor, porque antes hubo un Delibes periodista, comienza una tarde lejana del año 1947. En la redacción de El Norte de Castilla el teletipo, esa máquina que dejó de sonar en los periódicos hace ya más de veinte años, rompía la siesta con la noticia de que le habían concedido el Premio Eugenio Nadal a Miguel Delibes Setién.
¿Al dibujante del periódico? Sí, al dibujante. Toda una sorpresa. Delibes comenzó en silencio, publicando caricaturas en las páginas deportivas. Después, tras los méritos y la paciencia, se convirtió en redactor. Terminaría como director del periódico. Un cursus honorum clásico: de abajo arriba, sin atajos. Tanto en el periodismo como en la literatura, donde pronto se le consideró el máximo representante de la literatura española de posguerra.
Ninguna de estas medallas exaltaron demasiado el perfil de su vanidad, que siempre fue bajo. La impostura es un pecado que nunca cometió. Delibes fue un ciudadano provinciano y sosegado, como un profesor de la escuela de comercio. Un tipo vulgar que no parecía, pero lo era, el mejor escritor de su generación. Sus libros hacían respirar la vida que uno, por suerte, jamás vivió y nunca dejó de temer.
Delibes retrató a los castellanos de la España del hambre y la desesperanza, situándolo como prototipos de un país destrozado por el cainismo. Castilla hace a sus hombres y Castilla los desgasta, dice un refrán. Castilla como la metáfora de España. En sus novelas es una atmósfera, un estado de ánimo, un espacio alejado de la mano de Dios, periferia en el centro mismo de la piel de toro. Un lugar donde no existe la autoridad divina y gobiernan la crueldad y el instinto. En sus novelas no sale la España urbana del tardofranquismo, con su amor por el consumo y las alfombras. Emergen las ruinas de una nación primitiva que habita en villorrios. Un mundo de leyes naturales y miseria moral.
Lo construyó con palabras. Las palabras precisas. Ni una más. Escribía seco y exacto, sin meandros. Sus párrafos huían de los circunloquios y sus personajes, lejos de ser los pretextos de un estilista para lucirse, tenían vida autónoma. El paisanaje de sus novelas es tangible y terrestre, crónica de una España que se extinguió en el pretérito, momentos de historia congelados en una vieja foto sepia cuyo fondo es el ruido de un pozo. Leerle todavía es hacer una excursión por las ruinas sonámbulas que todos los días ilumina el sol mientras los perros ladran.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[28 de Julio de 1991]
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