Eduardo Haro Tecglen, escritor descreído, un habitual del terno del escepticismo irónico, tenía una de las prosas más caprichosas de las que se publicaban, en artículos, en los periódicos. Era su único patrimonio, junto con la firma y la memoria, de la que hizo un oficio deslumbrante y molesto. Las tres cosas las vertió en un libro ejemplar –Diccionario Político– que venía a ampliar un glosario sobre la misma materia anterior, publicado a mediados de los años 70, cuando en España no vivíamos en democracia.
En esta nueva versión incluyó, porque resultaba inevitable, el poso de la experiencia de quien ha visto mucho, ha leído más y ha pensado con frecuencia en lo que pasa. Un vicio que practicó desde su infancia, cuando las balas silbaban entre los tranvías del viejo Madrid, capital de las Españas, y en su madurez, en los tiempos de la cruenta posguerra española. A Tecglen sus enemigos le llamaban momia. Su periódico lo arrinconó durante lustros en las páginas de televisión, que devorábamos incluso aquellos que no tenemos este mueble en casa. En su última etapa, cuando decía que sólo era un hombre mayor, y cuando ya no se tienen ganas de batallitas políticas, se puso a actualizar este manual donde se resume su forma de ver la política, que consistía en contemplar la vida pública desde un rincón. Era un libro de encargo, según confesión propia, pero, como todo buen escritor, convirtió lo que era una obligación en devoción. Era la única manera de hacer un buen texto.
En su manual político se definen las voces y los ecos de lo que para él es el juego del poder: ese arte, aunque casi nos atreveríamos a escribir desastre, donde no existe espacio para la belleza. La política, según Tecglen, empieza con los buenos deseos –a veces no tan buenos– y termina en un ejercicio de conservadurismo, inherente a todo aquel que llega a la cima del mando, que termina casi sin excepción consolidando las mismas desigualdades que se prometió combatir. Es un buen libro. Sobre todo si eres devoto de los ensayistas en corto, los maestros del articulismo sin sonajero. Tecglen fue un ejemplo de este oficio desde que escribía crónicas y reportajes, esencialmente por su capacidad para saltar de un tema a otro –del Ulster a la esquina del barrio– sin despeinarse.
Los años en los que le tocó ejercer de crítico teatral, un oficio ya en desuso en los diarios, le dieron la oportunidad de experimentar con la prosa, cortándola, haciéndola más difícil, dislocándola en función del breve espacio asignado. Para quienes esperan encontrar obviedades en los periódicos sus escritos probablemente resulten extraños, difíciles. Para los que buscamos gemas entre la basura leerle era un deleite. En literatura, en realidad, no existen los géneros. Sólo hay formas múltiples que mutan con el paso del tiempo y la sensibilidad de las épocas. Y esta regla, por supuesto, incluye al periodismo, que no deja de ser una rama sin academia de la literatura de cordel.
Su diccionario es personalísimo, subjetivo y libérrimo. Todo lo contrario a los compendios al uso, donde la objetividad acostumbra a esconder un interés raramente confesable. Tecglen lo decía abiertamente: el suyo era el diccionario de un niño rojo, que es como él siempre se sintió. No tenía pretensiones científicas, sino meramente descriptivas, como cualquier diccionario de autor. El prólogo, en contra de lo que podría esperarse, es un texto largo, toda una anomalía para los devotos. En él nos explica, con un estilo delicioso, que se sienta a escribir como escribimos todos: desde aquello que somos. En su caso: un simple periodista. Se acoge a continuación a un cuento de Brecht donde se expone la contradicción esencial de la historia, ese territorio donde todo cambia pero los eventos sucesivos insisten en parecerse entre sí. Probablemente porque las causas que los motivan nunca terminan de desaparecer.
Es una forma de reformular el antiguo mito del eterno retorno. De vindicar la forma circular de la historia, que nos conduce a una visión de la política como un arma “que destroza todo aquello que trate de contenerla, incluso a los hombres. Sobre todo a los hombres”. La política es como el famoso cuadro de Goya: un dios que devora a sus propios hijos. A la política, dice Tecglen, le pasa como a la gramática: explica lo que ha sucedido a posteriori. Para entenderla no sirve la mirada inmediata, sino las luces de larga distancia y la voluntad firme de tener la cabeza fuera del agua.
Sólo gracias a esta visión diacrónica, completa, se adivinan con antelación suficiente los mismos vicios de siempre. Especialmente uno: la perversión del lenguaje, que en política siempre intenta justificar lo que es injustificable y defender lo indefendible. Las voces de su diccionario son retratos de alguien que ha visto todas las batallas y ha leído casi todos los libros. Una joya para los escépticos que vemos el panorama público desde el sillón porque antes, como obliga el oficio, hemos pateado, quizás en exceso, el barro de las calles.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[19 mayo 1995]
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