Los periódicos dicen que el índice de miseria de los niños en los países ricos se asemeja cada vez más al de las naciones pobres. Ambos van a peor. Se ve que hasta en la miseria, que es la ausencia no sólo de cosas, sino de perspectivas, va por grados. Reducir los dramas humanos a cifras ayuda a descifrarlos mejor, pero también nos impide saber cómo se siente quien está atrapado en ellos. Antiguamente de estos temas se hacía una obra de teatro, una novela, un cuento, un poema; incluso algún ensayo capaz de profundizar en los dramas individuales, que siempre son universales, sin hurtarles la sangre, la carne, los huesos. Ahora todo son estadísticas asépticas: las personas nos hemos convertido en meros números encerrados en un casillero.
Si antes se hacía literatura con la pobreza, ahora se hacen congresos, simposios, jornadas, estudios y circunferencias de colores. Lo llaman periodismo de datos, pero el periodismo no son únicamente los datos: es la literatura prosaica de los días que pasan con cierta metodología. El lenguaje de los números tiene pretensiones de exactitud, pero justo por eso no diferencia lo importante de lo accesorio. Las cifras, descontextualizadas, no cuentan nada. Son como las palabras sueltas: pueden leerse, sí, pero no dejan de ser signos o sonidos, convenciones. De poco va a servirles a las víctimas de los dramas contemporáneos los análisis numéricos, que con frecuencia se limitan a constatar el fracaso colectivo. La literatura, en cambio, les permite expresarse: traslada su drama a los demás, acaso se traduzca en un poco de solidaridad y, en cualquier caso, les ayuda a dejar de sentirse solos. La suya es una historia que también merece ser contada.
No hay problema social que no haya sido descrito en un buen libro, en un poema o en un reportaje periodístico, que es otra forma –prosaica– de literatura. Los libros además permiten profundizar in extenso en las causas de estos quebrantos, en lugar de reducir estas historias a unos segundos de televisión. Nos descubren lo que tenemos ante nuestros ojos y, sin embargo, ignoramos: los niños que mendigan, los pobres que revuelven en la basura, las colas de los comedores sociales, la rutina del desamparo. Realidades que oficialmente no existen, pero que nos tumban cuando andamos por la calle. Sin embargo, son asuntos seculares.
Dickens nos dejó estupendas novelas –por entregas– sobre los efectos sociales de la primera revolución industrial en una Inglaterra de pesadilla, regida por la usura, el interés y el comercio. Nadie recuerda sin embargo la literatura institucional –léase estadística– sobre la pobreza, en la que los británicos fueron pioneros sencillamente porque era un problema que tenían en la puerta de sus casas. Hace unos años que a uno lo llamaran escritor social parecía un insulto, la admisión de cierta incapacidad para hacer literatura. Hoy sabemos que la mejor literatura es aquella que refleja el alma humana. El estilo es el hombre, dijo Buffon. Quien no mira los males de los hombres, por muy barroco que quiera ser, sencillamente carece de estilo.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[30 Mayo 1997]
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