Escribir discursos es una tarea complicada. Conseguir que además sean interesantes es tan difícil como enamorarse o carecer de miedo ante la muerte. Y, sin embargo, son legión los discutidores que llenan las páginas de los periódicos ansiando legar a la posteridad la primera idea que les pasa por la cabeza. Por tradición, en ciudades como Sevilla es donde más se da este fenómeno del rapsoda gritón, vehemente y ridículo. Quiero decir: en el Sur es habitual, corriente, encontrar a alguien que emite palabras sin saber ni escribir ni expresarse. A ráfagas. En Sevilla hay días en que o das un pregón o te lo dan. También ocurre, con otras variantes distintas, en Madrid, donde las tareas de la Corte y sus foros exigen un sinfín de alocuciones hueras y laterales. Raro es que encontremos un discurso basado sólo en el relato de hechos desnudos, que es el único que vale la pena escuchar. Estamos rodeados de propaganda y ríos bíblicos de prosopopeya.
La figura del polemista profesional forma parte de la historia menor de nuestras letras. La del escritor de discursos, en cambio, sigue oculta bajo siete llaves por las exigencias mismas del oficio –los negros deben pasan desapercibidos–, aunque nos haya legado, no sé si para la posteridad, pero sí para divertirnos un par de meses, ciertas joyas ilustres. No vamos a citarlas porque son un vicio secreto. Por lo general, la gente tiende a creer que los grandes discursos son los que se pronuncian en las ocasiones solemnes: actos patrióticos, comuniones, confirmaciones, bodas, investiduras y funerales. No es verdad. De hecho, la mejor oratoria surge en las ocasiones más vulgares y domésticas: discursos de una sola palabra o una frase solitaria, como los cuentos de Monterroso, cuya única retórica son las cláusulas cortas. Los discursos más recordados por la tradición suelen estar compuestos con un irritante falso barroquismo. Se sigue creyendo –a estas alturas– que complicar el lenguaje es igual a hacer literatura, cuando ésta consiste en todo lo contrario: decir todo lo posible con las palabras justas.
Los artísticos no son los discursos que mejor dan de comer, por supuesto, porque el arte retórico alimenta poco y, a veces, ni siquiera satisface al espíritu. Los que se cotizan mejor en la bolsa de las palabras ajenas son los discursos del mundo de los negocios, la comunicación, el turismo y la política. Éstos, por lo general, están escritos en necio. El vulgo los paga y, por tanto, justo es ofrecerle lo que ansía, sin ponerse demasiado estupendo. Junto a estas piezas perlocutivas escritas por encargo destacan, como otro subgénero particular, los discursos universitarios, intelectuales y herméticos. Quienes los pronuncian desean que sus palabras sean oscuras, su sintaxis enrevesada –también entreverada– y con abundantes tecnicismos. A ser posible, su éxito radica en que las palabras usadas no tengan un significado concreto. Los mejores discursos, en mi opinión, son los de las charlas de café, igual da si se pronuncian entre amigos o rodeado de ilustres enemigos. Son lo más parecido a las discusiones del ágora de Atenas.
Huimos como del diablo, en cambio, de las conversaciones telefónicas donde, dependiendo del interlocutor, te pueden soltar un pregón improvisado sobre una vida que no te interesa nada. Es otro horror habitual. Yo diría que los discursos más artísticos, los verdaderamente grandes, no dependen ni de la ocasión ni del momento. No tienen que ver nada ni con la retórica ni con una determinada materia. Son los construidos con sinceridad y plena libertad. La conversación humana está guiada por el arrebato, el sentimiento y la anarquía. Nada puede compararse con la intensidad de un discurso pronunciado con el alma. Conocer a un lector del Pro Archia Poeta de Cicerón, en estos tiempos que corren, es un acontecimiento digno asombro. Todos los demás, el común de los mortales, debería preguntarse lo siguiente: ¿el discurso más perfecto y rotundo que existe, suficientemente breve y absolutamente condensado, no es el insulto? El arte de denigrar al otro es la cima secreta de nuestra retórica. Todos los demás discursos no son más que mala literatura. Un somnífero de los maestros de la gaita: esos tipos que hablan sin escuchar porque sólo se oyen a sí mismos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[28 junio 1996]
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