Umbral, ya se ha escrito aquí alguna que otra vez, hace tiempo que no arriesga, que va a lo seguro y que gusta, esencialmente, de repetirse –lo ha hecho siempre, pero antes lo disimulaba con maestría– y repetirnos lo mismo: las cantinelas de su ego, que cada vez son más las crónicas de sus fobias que otra cosa. El maestro que fue se evaporó hace mucho tiempo, instalándose en el plácido territorio del aburguesamiento literario. Ahora publica uno de los nuevos diccionarios de autor que edita Planeta. Ya han salido tres –magníficos– relativos a la Historia (José María Valverde), la Política (Eduardo Haro Tecglen), la Filosofía (Fernando Savater) y las Artes (Félix de Azúa).
El Umbral que continúa esta saga ya no es, como hemos dicho, el de antes –el escritor mítico–, sino el consagradísimo tardío, más interesado en las peleas cainitas y en las diatribas de familia que en los libros. Umbral ha hecho un diccionario personal. Su editorial y los periódicos afines –no por ideología, sino por bando o mesnada; esto es una guerra– valoran esta falta de rigor del libro como una de sus mayores virtudes. Nos dicen que Umbral no podía escribir un diccionario académico, sino su diccionario: un alfabeto propio, único e intransferible. Ésta, obviamente, es la visión más favorable al personaje.
La obra resulta aleatoria y caprichosa. Intenta ser original –une a poetas locales y desconocidos con personajes que jamás han escrito una línea–, pero a uno le parece sobre todo pretenciosa. Como casi todas las cosas pretenciosas, intenta volar alto y termina estrellándose. No sería grave si consideramos que es un libro de encargo. Aunque no lo hubiera sido –Umbral escribe ya todo por encargo– daría lo mismo, porque el texto no es más que un compendio de venganzas y prejuicios literarios expresados con más o menos arte. No es un libro recomendable para el que busque una visión objetiva de la literatura o espere una subjetividad construida con un cierto esqueleto.
El libro tiene las articulaciones cortas, soldadas por el tiempo. Umbral parece cansado. No tanto por su edad, sino por su pensamiento, por su literatura: una literatura que ya no sabe beber del talento ajeno y que ignora con aire reaccionario todo cuando es de otros, recreándose exclusivamente en lo propio. Este Umbral tardío emula a Cela –el de los premios– cada vez que alguien le pregunta por un libro que no haya firmado él o sus amigos. Con los amigos, ya se sabe, se pierde la subjetividad. Pero cuando se pierden también los principios la cosa es algo más grave: ya no es cuestión de afinidad, sino de una ceguera orgullosa, que es la peor de las cegueras. El que tenga ojos para ver, que vea. El que quiera leerlo, que lo lea.
Cada uno es libre, pero el último artefacto de Umbral demuestra cómo el orgullo –útil en otra época: la de los tranvías, la de Claudinita, la niña subnormal de las pensiones del Madrid del franquismo, las entrevistas inventadas, los años de la máquina de escribir empeñada y otros episodios líricos– acaba convirtiendo en careta lo que era el rostro de uno de los mejores prosistas de la lengua española. Umbral no tiene matices ni cuando escribe bien ni cuando lo hace de forma tendenciosa, obsesiva, babeante. Este libro está hecho para el escándalo –tan rentable– más que para el lector. Umbral hace mucho tiempo que no escribe para sus lectores. Ni siquiera para sí. Escribe para su personaje, para engordar la caricatura desfigurada que abrazó un día para salir de la masa y que ahora va camino de agriarle el estilo. Y eso, amigos, es la muerte.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[6 octubre 1995]
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