Lo dice Santiago, uno de los platicadores de Conversación en la Catedral. “Es lo mejor que le puede ocurrir a un tipo: creer en lo que dice, gustarle lo que hace”. O quizás sea lo peor, según lo que suceda a su alrededor. Como escribió Truman Capote, “cuando Dios le da a uno un don, también le otorga un látigo. Y el látigo es únicamente para poder autoflagelarse”. Dicho de otra forma: no existe el éxito sin esfuerzo. No hay utopía sin decepción. A Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936) el Premio Nobel se le ha aparecido con 74 años, en el tramo postrero de su vida. Aunque, al contrario que Cervantes, sin tener el pie en ningún estribo. Nada extraño en el caso de un escritor que acostumbra a creer, sin dogmatismos pero con firmeza, en aquello que declara. Que disfruta, más que con los honores y los galardones, con la esencia de su oficio: el hecho de escribir.
Los vicios solitarios suelen dar por igual alegrías y disgustos. Pero jugar a ser Dios (el escritor omnisciente de la preceptiva clásica) requiere un esfuerzo titánico que, lejos de la habitual épica, tan querida para este vindicador de Tirant lo Blanch, consiste más bien en algo sencillo, pero tan costoso, como tener todos los días el hábito de sentarse en las espartanas sillas de las bibliotecas para leer, tomar notas y pensar. La verdadera génesis de la escritura siempre es pedestre. No frecuenta medallas. Algunos colegas de lances literarios, como Juan Carlos Onetti, del que el peruano escribió un magnífico ensayo (El viaje a la ficción), han dejado asociado para siempre el nombre de Vargas Llosa al cultivo de la literatura burocrática, convertida en esposa en lugar de en lúbrica amante. La frase es magnífica. Pero, como dicen en Perú, ni caso. Si algo vertebra la obra literaria del nuevo Nobel es su penetrante y luminosa contemplación de la vida, sus episodios y sus desengaños.
Quien ha ganado el máximo premio de las letras no es un escritor cerebral, aunque piense en la maquinaria de sus novelas como un relojero suizo. Probablemente sus libros no hubieran llegado a ver la luz sin su disciplina de intelectual cartujo, pero tampoco serían monumentos literarios de primer orden sin que el pálpito profundo de la existencia, universal y concreta, los inspirase. El jurado justificó ayer la concesión del galardón por “su cartografía de las estructuras de poder y las imágenes sobre la resistencia, la revuelta y la derrota individual”. Hay algo de cierto. Pero sólo a medias. Dicho así pareciera que el peruano es uno más en la nómina de autores latinoamericanos que han novelado la figura de los dictadores patrios. En su caso, el dominicano Trujillo de La fiesta del Chivo. Sin dejar de ser verdad, el tiro del sanedrín no da del todo en la diana.
El núcleo íntimo de la obra narrativa de Vargas Llosa es la constatación del fracaso (por degeneración) de las utopías políticas que pregonan la liberación universal, aunque esta temática usualmente se haya asociado sólo a sus ensayos y a sus artículos de prensa. Algo sobre lo que ya nos ilustró Albert Camus en El Hombre Rebelde. El individuo frente a los falsos sueños de emancipación colectiva. Esta semilla es la que subyace en casi todas sus novelas, donde juega con el experimentalismo técnico (los diversos puntos de vista, las mudas de tiempo y lugar, el manejo magistral de los narradores), cultiva divertimentos de alta cultura (Elogio de la Madrastra, Los cuadernos de Don Rigoberto) pero sin desdeñar lo popular (Pantaleón y las visitadoras, La Casa Verde) y, a veces, emulando el estilo propio de la autobiografía confesional (La Ciudad y los Perros, La Tía Julia y el Escribidor).
Su perspectiva de la existencia, sin embargo, es política. Porque la Política (con mayúsculas) no es más que una réplica de la vida. Vargas Llosa no la escruta de arriba abajo, sino que sigue un sendero inductivo. Sus conclusiones proceden de la observación inteligente del entorno inmediato. Al contrario de otros escritores de su misma generación, fascinados con el cacique latinoamericano (a menudo un falso libertador), elige una perspectiva indirecta, y más fecunda, para exponer su punto de vista. Sus libros, más que deslumbrarse ante los vicios del ejercicio del poder total, dejan entrever los motivos por los que una sociedad termina produciendo este tipo de personajes, en buena medida herencia colonial española. Las razones, sobre todo, son culturales: el resentimiento personal, los complejos sociales, la sensación de predominio y dominación, la emulación, la envidia o la falsa aristocracia de la piel y el dinero, que suele esconderse bajo los ropajes de la sangre diferencial y los linajes antiguos.
Sus escritos públicos (recogidos en Sables y Utopías o en la serie de artículos agrupados con el nombre de Piedra de Toque) explicitan más que las novelas su singladura ideológica, que va desde la orilla del izquierdismo latinoamericano (en los tiempos de la revolución cubana) a la defensa del liberalismo. Una mudanza que, en el fondo, no es casual, sino una evolución progresiva. Y que se entiende si se tiene en cuenta que en su particular ideario, con independencia de cuáles sean las valoraciones ajenas, prevalece la lucha contra los dogmas, cualquiera que éstos sean, sobre cualquier otro principio. Se le suele tildar de conservador. Aunque lo suyo, igual que Borges, es más bien una variante del anarquismo spenceriano: la doctrina de los verdaderos individualistas a los que les repugna cualquier tipo de violencia, seres temerosos de las imposiciones sociales (vengan de donde vengan) y gloriosamente impertinentes en según qué contexto.
Parte de esta sensación de incomodidad aparece en uno de sus mejores libros: El Pez en el agua, unas memorias en las que entrevera episodios vitales (el día que conoció a su padre, al que creía muerto desde su infancia) con los detalles de su aventura política para alcanzar la presidencia del Perú al frente de una confusa coalición que se oponía a la nacionalización de la banca. Su fracaso, entre otros factores, se debió a sus compañeros de viaje y a los peruanos, que prefirieron a la utopía liberal el populismo de Fujimori, después derivado en dictadura.
La experiencia, que le permitió vivir su propia novela, en vez de escribirla, le ayudó a conocer el reverso tenebroso, miserable, de la política real, donde lo que importa no son las ideas y los principios, sino las conspiraciones y la lucha por el poder. Algo que ya diagnosticó Max Weber: “Los cristianos primitivos sabían exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño (políticamente hablando)”.
Artículo publicado en Diario de Sevilla
[8 Octubre 2010]
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