En narrativa existe una figura –el arco del personaje– que describe el proceso de cambio que experimenta una criatura de ficción al transitar desde un estado psicológico a otro. Se asemeja a un viaje: hay un origen y, tras una serie de vicisitudes, se alcanza un destino, no necesariamente feliz. La fórmula no está sometida al tiempo lineal –la historia puede comenzar por el final o iniciarse in media res, como decían los preceptistas clásicos– pero exige, a efectos dramáticos, una alteración sustancial de la posición de partida. Ya sea mediante una caída en desgracia, la voluntad de redención o el viejo mito del regreso al hogar perdido, como le sucede al astuto Ulises en la Odisea. Novalis lo condensó en apenas dos líneas de su Heinrich von Ofterdingen: “¿A dónde vamos? Siempre a casa”. El tránsito, claro está, no es inocuo. Hay quien concibe este retorno a la semilla como un ejercicio místico de indagación vital y otros –es el caso de los nacionalistas– que convierten esta aspiración natural del hombre en un destino identitario. Otra variante es la que Cervantes usa para clausurar el Quijote –Alonso Quijano regresando a su aldea para dar el espíritu– o la que, en sus portentosas memorias, ejecuta el dramaturgo, guionista, cineasta y actor Fernando Fernán Gómez (1921-2007), que se sube al atrio de El tiempo amarillo con la narración de la mañana en que Madrid se levantó republicano, tras un largo periodo como capital de la monarquía.
Las Disidencias en The Objective.
