¿De dónde nace el horror? Quizás de la mezcla entre lo brusco y lo suave. Entre lo esperado, un anhelo que se supone positivo, y lo que recibimos –hiel–. Todo miedo es consecuencia de un desastre que todavía no ha llegado pero que ya hemos vivido de antemano. Los miedos de la infancia son fruto de esta contradicción. Esperas besos y te encuentras un tortazo. Aspiras al triunfo y te empadronas de por vida en la avenida del fracaso. La vida maltrata sin cesar nuestros sueños. Luis Rojas Marcos habla de todo esto en su último libro. Y los periódicos lo confirman con una noticia asombrosa que demuestra el grado de destilación artística que puede adquirir la violencia soterrada, metódica, silenciosa.
Es la historia de una anciana, Elfriede Blauensteiner, apodada la viuda negra. Una asesina selectiva en la que la candidez se confunde con el espanto. Blauensteiner buscaba en los anuncios de prensa hombres con falta de cariño, conseguía convertirse en su heredera legal y después los envenenaba parsimoniosamente. Era metódica y exacta. Mataba como quien compra el pan: sin ira, pero también sin remordimiento alguno. De historias asesinas como la suya está llena la literatura, que los ha construido a lo largo del tiempo de todos tipos, alturas y clases.
Los asesinos literarios de las novelas históricas acostumbran a matar a la manera florentina: con pistola o sable largo, mientras contemplan una pintura renacentista y se recrean en la suerte misma del ajusticiamiento. Estirpe distinta es la de los asesinos prosaicos, tremendistas, duartes, como los personajes de la España rural de Cela, llena de pólvora y rugidos. Para ellos la brutalidad es como la fe del carbonero: una obstinación natural. También están los asesinos (literarios) con estudios, mucha clase y cierta flema británica. Son los de Agatha Christie, George Simenon o P.D. James.
El género negro es uno de los que mejor ha trabajado la variante moderna del asesinato como una de las bellas artes del que De Quincey hizo su famoso ensayo en 1827. Nada de asesinatos posmodernos –en masa–, sino individualizados, con tiempo y dedicación. La época dorada del asesino ad personam parece, sin embargo, estar tocando a su fin porque las últimas novelas de Bret Easton Ellis, tan de moda, han convertido el exterminio del prójimo en una ensalada César. Exagerada y llena de vísceras.
La realidad, en esto sigue superando a la ficción. Quizás porque algunas de las mejores ficciones literarias no podrían haber sido escritas sin su inspiración, que es infalible. La historia de la viuda negra austriaca, una obsesa de los casinos que se maquillaba para ir los interrogatorios policiales, es un buen ejemplo. Los agentes, después de oírla, no podían conciliar el sueño. Su relato narraba, con naturalidad pasmosa, cómo dilataba las dosis de veneno para sus víctimas durante años hasta la toma final. La víctima creía que sufría diabetes, pero moría como los nobles del Quattrocento. Ningún novelista hubiera imaginado mejor su historia que ella misma, una escritora del horror que nunca escribió una línea.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[19 enero 1995]
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