Todas las novelas sobre el dinero lo son, a su vez, sobre el arte de la ficción. Y viceversa: no existe convención (imaginaria) más poderosa que aquella que, en estricto cumplimiento del célebre pacto ficcional –“Esto es un cuento y a partir de aquí debes fingir que crees que todo lo que ocurrirá a continuación es totalmente real”– obra el asombroso milagro de que los lectores suspendan su tendencia natural a la incredulidad y conviertan lo que no existe, porque el oro no es más que un hipotético valor referencial de cambio, en una industria de las expectativas, entregándole a este conjuro el poder de regir vidas y dirigir su imaginación. “Nada es” –decimos– “más concreto que ponerle un precio a las cosas”. “Háblame en plata”, exigimos si queremos que alguien nos confiese la verdad. Puro simulacro: no existe nada más mentiroso, azaroso y circunstancial que los talentos bíblicos o el salarium de los romanos. Basta que la inflación, esa calamidad que causa guerras y destruye familias y países, haga acto de presencia para evidenciarlo. Entonces lo sólido se desvanece y lo imaginario se torna acero. El dinero es una fábula colosal, pero sus consecuencias –materiales, sociales y psicológicas– dan cuerpo a la aleación del naturalismo más crudo. Incluso del tremendismo.
Las Disidencias en Letra Global.