Se dice de los poetas: personajes sin juicio, con escaso seso y sorbidos por la literatura, como Alonso Quijano. Gente con un inefable sentimiento que los conduce, como si su caminar discurriera por el sendero de un erial, hacia el sufrimiento, la bilis, el desconsuelo, la amargura más negra. Al abandono, destinados están, los hacedores de libros. Los literatos tienen fama de sufridores ilógicos. Ellos mismos se ven como reos, cautivos por las cadenas que Baudelaire fijó –para siempre– en su Spleen de París. Es el hastío, como un túmulo de media tarde en cualquier cementerio de provincias o la muerte, como una nube que pasa.
Los escritores que no aparecen en las bolsas de valores literarios, que haberlas haylas, están condenados a esta constelación llamada fracaso. Cargan con la piedra de la insatisfacción y empuñan la bandera de la ingratitud ajena. Sobre ambas se sostiene su obstinación. Cuesta tanto fijar en un folio la existencia sin errar, hacer un poema siquiera prosaico, descargar la mente en la arquitectura invisible de las infinitas líneas horizontales que surcan el papel que la experiencia termina rompiéndonos. De este cúmulo de sentimientos, que condensamos con la etiqueta de escritura, sobre el fracaso, que es una copa rota, Rafael Cansinos Asséns escribió un largo discurso, en parte memorialístico, en parte evocativo y, como siempre, henchido de retórica. Un parlamento bello y barroco. No son sinónimos, aunque algunos confundan ambas cosas pensando que son equivalentes.
Hoy nadie, salvo los diletantes, escribe así. Todo son frases cortas, como si la subordinación, ese milagro de la gramática, fuera una ecuación atómica. Las cosas han cambiado. Demasiado. La literatura se ha convertido definitivamente en un producto cultural más y los escritores se han travestido de tertulianos. Les resulta más rentable: así cobran algo y tienen que discurrir menos. Cansinos escribió –o su conciencia le dictó a su mano– una larga salmodia bíblica, decadente, polimórfica sobre el particular. El resultado es un excelente ensayo sobre el fracaso, materia que conocía de primera mano, escrito con una prosa vasta y esponjosa que nos enseña que la tarea de escribir sin recibir el aplauso ha perseguido a los escritores desde el principio de los tiempos. No es algo excepcional. Es la norma.
El Divino Fracaso (Valdemar) es un libro extraño. Guarda en su interior, como un baúl, objetos de un tiempo perecido, un tesoro de palabras en desuso, el preciosismo de las cosas hechas con dedicación y sin prisa. Hermano de la cofradía de los traductores –traidores del mundo, uníos– el escritor sevillano fue el héroe del primer Borges, gloria efímera de los divanes de los cafés madrileños, desde donde proyectaba sus ansias, encajaba sus fracasos y bebía tediosos cafés con leche, alquitrán y olvido. Cansinos, cronista grandioso y olvidado por casi todos, testigo de una época literaria irrepetible –ahí están las Memorias de un literato– hace en esta confesión la narración libresca de sí mismo, que es la de todos los que hemos confiado nuestro destino a lo escrito.
En el libro siguen vivos sus fríos interiores, la certeza seca y segura de saber –demasiado pronto– que el triunfo en literatura es un sueño vano que suele terminar en degradación o, con suerte, en la figura de un hombre despeinado con zapatillas de andar por casa. También nos enseña una lección: un escritor no debe esperar más recompensa que la propia escritura. Cansinos aspiraba quizás a la belleza, una mujer que en su tiempo usaba chal dorado y andaba por los cafés. Era, es indudable, un hombre de fe: no se puede continuar persiguiendo los sueños de la juventud a partir de cierta edad si no se profesa la religión laica de los irreales dioses del Parnaso.
Su ensayo es una crónica del futuro que nos espera. Por eso es también un regalo: en un tiempo donde algunos escriben ciertas cosas por vanidad o dinero, Cansinos nos recuerda que la literatura es un vicio íntimo que no siempre goza del júbilo de los demás. Si se pretende ir a una guerra que dura toda una vida conviene saber de antemano que puede perderse. Queda entonces el consuelo de la acracia, único atenuante espiritual cuando el fracaso asoma sus garras. Cansinos no hace en su libro un discurso moral sobre el fracaso, sino anímico. No esperen consejos ni advertencias para escritores noveles. Ni mandamientos para aficionados. Un poeta nunca será alguien juicioso. Es mejor: una confesión a tumba abierta de cómo el tiempo destroza las ambiciones. Y la certeza de que la grandeza de vivir consiste en saber aceptar, por anticipado, la derrota.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[17 enero de 1997]
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