Los poetas, como ocurre en casi todas las familias maltratas, acostumbran a hacer de sus controversias cuestiones de fe. Tienen una doctrina marcada a sangre: hablar siempre de sí mismos, de sus allegados, de sus amigos. De toda la fauna que pulula a su alrededor. Para eso son poetas. Un poeta, cualquier poeta, siempre se considerará el centro del arte de su tiempo o, en su defecto, de su ciudad. Es algo inevitable: no existe el poeta humilde. La historia de la literatura lo confirma, entre otras cosas, en relación a la (eterna) discusión sobre cuál es la mejor técnica para componer versos. Horacio o Víctor Hugo. Entre ambos anda la cosa.
Detrás de estos dos nombres, sobre los que se ha escrito tanto y se han dicho tantas tonterías (la que leen sólo es una más de cientos) se esconden los orígenes de una opípara polémica que ha sembrado de desconciertos, pasiones y hasta violencia las relaciones entre rapsodas. Hasta los buenos poetas son tan necios como para creer estar en posesión de la única verdad. Sobre todo si discuten con otro poeta. Las cosas de familia, ya se saben, rara vez terminan bien. Pese a que hemos citado al inicio de este artículo –bosquejo, acaso ocurrencia– el nombre de Horacio, autor de la famosa Epístola a los Pisones, la idea de la techné poética, o lo que es lo mismo, la creencia de que toda la buena poesía es fruto de la ciencia, resultado de una teoría capaz de ordenar el número de versos y articular incluso el grado de condensación del lirismo, parte de Aristóteles, de cuya Poética apenas conservamos la parte correspondiente a los géneros literarios y a las funciones catárticas de la tragedia.
El filósofo griego fue el primer defensor de la contención del ego del poeta –no hay lírico sin ego– dentro de la coraza de las normas. Similar idea postuló Horacio, que sentó los principios que después del zoom renacentista han venido siendo la bandera habitual de los clásicos, neoclásicos y la mayoría de la crítica conservadora, representada por figuras como T.S. Eliot o el movimiento del new criticism, quienes –por decirlo sin eufemismos– consideraban menores a aquellos poetas que ponían en crisis los cánones tradicionales para intentar experimentar, probar cosas nuevas o abordar más caminos. Sentían repulsión ante las vanguardias y poetas como Vicente Huidobro. Descreían de todo intento de despunte desbordado.
Prácticamente hasta el siglo XVIII el predominio de los cánones clásicos no encontró más oposición que la nacida tras la crisis ideológica del barroco, cuando el hombre comenzó a salir de los laureles mentales en los que se encontraba recostado para caer en la cuenta de que el tiempo también es un ente en fuga permanente, que lo feo puede tener su estética –de hecho la tiene– y que las columnas y paredes revestidas de mármol no eran el único escenario donde el arte poético podía habitar. La literatura, como la visión puramente moderna de la lírica demostró mucho después, nace de una desgracia incontenible. Del fracaso, del que suele hablarse mucho pero que no se conoce hasta que no se experimenta bajo la forma de ese cáncer espiritual que deja a quien caza sin los brazos necesarios para abrazarse a la esperanza.
Hasta que en la vieja Europa no empieza a mutar la sensibilidad literaria no comienzan a aparecer los primeros reparos a la teoría que concibe al poeta como un hacedor, un artesano, un profesional de lo suyo, un carpintero de la métrica y el verso. Hegel fue el primero que entró en esta pugna, que se avivó después en los años de las luces –no ilustradas, sino pasionales y satánicas– del Strum und Drang, el germen de toda la posterior tempestad romántica, que supondrá la entrada definitiva en escena de los primeros modernos. De ellos es fruto la etapa más tensa de este conflicto teórico-poético. A la imagen del poeta hacedor los caballeros de Tintern Abbey, la escuela de Yeats, Shelley y Byron –pese a que el autor de Don Juan es un clásico en su métrica–, oponen las teorías filosóficas de Fitche: la creencia en la supremacía del ego y la personalidad. La poesía válida es la de la subjetividad máxima.
El ideal ya no es el canon, sino el fuego. De él procede la concepción casi religiosa que los románticos tienen de la poesía, la visión luciferina del poeta y la hondísima iluminación filosófica que prende en sus versos, hechos en contra de la tradición. La poesía, proclaman, también es conocimiento, mística, no la simple aplicación de unas normas que, según los románticos, no hacen más que acartonar los marcos del yo. La tesis del poeta iluminado no tardó en encontrar contrarréplica.
Con el tiempo las leyes clásicas retornaron. A pesar de esta duración tan efímera su influjo nos legó un patrimonio indisoluble en el mundo del arte lírico. Rimbaud y sus Iluminaciones y el Baudelaire simbolista –que decía que la inspiración sólo es el fruto del trabajo– siembran un campo donde después cultivarán la filosofía freudiana y las vanguardias, que explotarán hasta la saciedad, casi hasta el absurdo, el desafío hacia todo lo que signifique orden. El grado de rebelión en contra los clásicos dependerá a partir de ese momento del grado de fe de cada uno y de las ansias de rebeldía. Un poeta no es un simple oficial que construye odas. Pensarlo así es tan ridículo como erigirse de un día para otro en un dios menor. Todos, al cabo, somos mortales. Y, en el fondo, todos nos sentimos poetas.
[Variaciones sobre un texto de El Correo de Andalucía]
[21 de febrero de 1994]
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