Ni se llamó como lo conocemos, ni ha resistido al paso del tiempo tal y como fue concebido, ni es tampoco un reflejo fiel y exacto del imperio al que servía, pero la fascinante cáscara del Coliseo de Roma, horadada por los siglos, destripada por la Historia, sigue provocando fascinación. Entre sus estructuras desnudas atesora –con el permiso de nuestra imaginación– todo el horror que acompaña a los mitos, al tiempo que muestra que el poder absoluto, representado por el dedo del Pontifex Maximus, título que el Papa heredó de los Césares, es capaz de desarrollar un ingenio mayúsculo para celebrar el gran espectáculo de la muerte. Sería un error, sin embargo, juzgar a la civilización romana con las premisas del presente. Roma, como diría Ortega y Gasset, es ella y sus circunstancias; si se ha conservado en el recuerdo, frente a otras culturas mucho más antiguas, es porque durante muchos siglos fue capaz de conjurar estas contradicciones y articular hábitos –distintos a los nuestros– que expresaban su idea de las cosas. Muchos sucedían en el Anfiteatro de Flavio (Vespasiano), que así se llamaba el Coliseo, construido sobre el lago desecado de lo que, según la tradición, era la Domus Aurea de Nerón, cuya colosal estatua terminó por dar nombre al recinto.
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