Vargas Llosa ha entrado en la Real Academia como entran todos los que en un momento de su vida fueron tocados por el viento de la genialidad: creando polémica. En esta ocasión la controversia no está causada por una de sus famosas diatribas políticas, sino por otra razón más higiénica, sana y literaria: Azorín. El escritor peruano dedicó su primer discurso como académico a la prosa menuda y dorada del gran ensayista del 98, al que hoy día se le lee poco y se le ignora todavía más. Su sabia elección ha tenido la inestimable virtud de los milagros inesperados: ha logrado resucitar a un muerto.
De nada sirve engañarse: por muchos elogios que queramos dedicarle a Azorín, que queremos, editorialmente hablando el escritor de Monóvar era un difunto. Noble, egregio, admirable incluso, pero difunto. Ni se hablaba mucho de él, salvo en los institutos, y quizás ya ni eso, ni pueden encontrarse en nuestras librerías de primera títulos que no sean los que se incluyen en los programas oficiales del bachillerato. Es un clásico sin lectores. La mayoría de sus textos no han perdido vigencia ni se han convertido en estereotipos de una determinada época histórica, pero su plaza fija en el Parnaso terminó por alejarlo definitivamente de los ojos inquietos de los lectores convencionales.
Un escritor como él, en apariencia de arte menor, por lo visto no tiene hueco en nuestro mercado literario. Un ejemplo son las crónicas parlamentarias –reunidas en el volumen Parlamentarismo español (Editorial Calleja)– que escribió por encargo en los periódicos. Estaban prácticamente pérdidas, me contaba hace unos días mi librero de guardia. Pretextos, que es una editorial que acostumbra a ir a la contra, también ha dado a la imprenta hace unos días El Cinematógrafo, un volumen de artículos y ensayos breves escritos cuando Azorín ya tenía un pie en el estribo. Lázaro Carreter ha dicho que son fruto de la chochez. Por lo visto, en estos ensayos terminales el escritor alicantino elogia al cine por encima de la propia literatura. Todo un anatema para algunos.
Puede que la calidad de estos escritos de encargo sea inferior a las mejores páginas de Azorín, ésas donde es capaz de detener el tiempo y esculpirlo en una cuartilla. No obstante, hay que celebrar que alguien, aunque sea de Valencia, donde Pretextos tiene su sede, devuelva a la calle estos escritos de ocasión, que casi siempre son los más interesantes de los autores mayores porque en ellos está la forja del escritor, los titubeos de la escritura, el verdadero hacerse.
Azorín, como todos los grandes, construyó su estilo quieto después de leer mucho, copiar mucho, imitar a otros, destilar todo este material y elegir una voz propia. Nunca fue un escritor sorprendente, sino sólidamente rutinario. Siempre lo hemos pensado: es más difícil cincelar el tiempo en prosa que tocar la corneta de los adjetivos. Sólo por eso hay que agradecerle a Vargas Llosa la elección. Con suerte, el peruano habrá logrado la gesta evangélica de Lázaro: devolver a la vida –editorial– a aquel joven periodista de provincias, anarquista en su juventud, conservador y franquista en su senectud, que limpió la prosa española de intoxicaciones, de casticismo y de tantos excesos retóricos decimonónicos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[26 enero 1996]
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