La palabra de moda en España es escrache. Un término de origen argentino con el que la Plataforma de Afectados por la Hipoteca ha bautizado las singulares acciones directas con las que pretenden presionar a los políticos para que reformen la ley hipotecaria española, cuyo marco conceptual procede del siglo pasado y tiene la indudable virtud de destruir la vida de los deudores –incluso la de aquellos que tenían fe en el sistema– a cambio de salvar las cuentas de resultados de los bancos y los bonus de sus ejecutivos que, como sabemos, forman parte de una élite de contrastados beneficios sociales y cívicos. Un derroche de virtudes.
Pues bien, durante los últimos dos meses el término ha pasado a formar parte de la agenda política y es objeto de un sinfín de análisis tanto a favor como en contra. Unos –los políticos y sus asimilados– sostienen que el escrache es una práctica ilegal, antidemocrática y de vocación totalitaria que, a su juicio, pretende torcer la libertad de los legisladores e imponer los intereses de una ruidosa minoría al resto de la sociedad. Como este grupo lo forma gente supuestamente de orden, esta lectura del fenómeno no supone una excesiva novedad: los conservadores –sean de izquierdas o de derechas– suelen enseñar la bandera de la libertad cuando les conviene. El resto del tiempo la tiran por el suelo.
En la orilla contraria están los afectados por el sistema hipotecario –ciudadanos corrientes– y algunos grupos políticos que persiguen sacar rédito de cualquier tipo de movilización social. El colectivo es dispar, así que no podemos resumir su visión en una definición única. Su posición, en todo caso, entiende que organizar concentraciones delante de los domicilios de los políticos forma parte de la libertad, la democracia y, al ser actos hasta ahora pacíficos, no tienen como fin violentar a nadie, sino practicar una modalidad expresiva de denuncia frente a una democracia que ignora los problemas de las personas.
Que el fenómeno preocupa en ámbitos institucionales no es ningún secreto: hasta el ministro del Interior ha ordenado a la Policía que identifique a quienes participen en estos actos, que asimilan a una reunión ilegal, como en la etapa del franquismo. Incluso Rajoy, el presidente que sólo nos habla a través de una pantalla de plasma, lo ha condenado.
El escrache causa desazón en una clase política que por primera vez en décadas ve que sus decisiones provocan la reacción inmediata de ciudadanos que se organizan solos y no son controlados por intermediario alguno. Ni siquiera por los habituales: la prensa, los sindicatos, la patronal, las asociaciones gremiales.
Es natural que estén confusos. No pueden manipular el fenómeno a su favor. Su sorpresa se debe, sobre todo, a una cuestión óptica: los legisladores hace mucho tiempo que ven a los electores como una amenaza, no como a sus representados. De ahí que el hecho de que éstos les digan públicamente que no defienden sus intereses sea contemplado por la mayoría de ellos como una agresión intolerable.
Lo sorprendente es que no apliquen idéntico término, y el mismo juicio moral, a otros muchos episodios de la vida política que, vistos desde un punto de vista objetivo, son similares. O incluso peores. Que existen dos varas de medir resulta obvio. La tesis de casi todos los partidos políticos, y de sus correspondientes intermediarios, es que estas protestas ciudadanas atentan contra la libertad y la democracia.
En consecuencia las consideran una práctica antisistema y comparan a quienes las ejercen con los terroristas y los nazis, abuelas incluidas. De nuevo se refugian en la habitual épica de salón: los padres de la patria se sienten cercados por una cuadrilla de revolucionarios. Una lectura demasiado simple, incierta y, sobre todo, incoherente: si entendemos el término escrache como una técnica de imposición política habría que aplicarlo también a un sinfín de situaciones (políticas) a las que, en cambio, se suele calificar con términos bastante más piadosos.
El problema, a mi juicio, no es tanto si el escrache es aceptable o no, sino si es intelectualmente válida la doble moral con la que la clase política –en su mayoría: aquí las excepciones son escasas– se conduce en estos tiempos de crisis y devastación moral. No es ningún secreto que la democracia española está estancada porque hace mucho tiempo se convirtió en una partitocracia. Se confunden ambos términos. No son iguales.
Los partidos políticos surgieron como intermediarios entre la sociedad y las instituciones. Son hijos de un modelo decimonónico de la política. El mundo ha cambiado y los ciudadanos cuentan ya con otras múltiples vías para poder influir en sus representantes con independencia de la duración de las legislaturas y ser tenidos en cuenta en una agenda política que en lugar de estar enfocada hacia el interés general responde a los prontuarios de los lobbies nacionales, regionales y provinciales.
No habría necesidad de escraches si la acción legislativa estuviera centrada en los problemas de la gente, no enredada con los grupos de intereses o los cabildos de los notables de cada territorio. La democracia española no es más que un caparazón formal, sin sustancia: desde la Corona al último concejal de pueblo las instituciones y los políticos consideran que no deben dar explicaciones, que la transparencia es innecesaria y que el sistema –España– empieza y termina con ellos.
A todos los demás nos han asignado el papel de meros espectadores que deben sobrevivir inundados por un despotismo que ni siquiera es ilustrado. Su lectura de la democracia se resume en que un ciudadano no debe pensar por sí mismo, sino limitarse a votar cada cuatro años, callarse y pagar las facturas. Así ha sido hasta ahora, lo que no implica que mañana pueda cambiar. Es justo lo que no se quiere que ocurra.
El escrache, más que un problema, es un mal síntoma. Cuando un político tiene miedo de aquellos a los que representa y se asombra porque éstos le digan lo que piensan sobre sus decisiones sólo tiene dos caminos: o reflexiona sobre sus actos (cosa difícil) y los corrige, o los confirma, o se protege primero con los atributos de la patria para llamar a continuación a emprender una cruzada policial contra aquellos ante los que debería rendir cuentas. En eso están.
Lo curioso es que pretenden hacerlo apelando a su autonomía. Da un poco de risa. Ningún político español es independiente salvo para una única cosa: irse. Salvo proceso judicial en su contra o repentina caída en desgracia dentro de su propia organización, rara vez suelen hacerlo. La verdadera clave de la cuestión se les escapa: no entienden que en una sociedad realmente abierta los intermediarios políticos deben funcionar o sencillamente sobran. Todo lo demás es un monopolio de la opinión social.
La moda del escrache, de todas formas, tiene una cosa excelente. Nos permite bucear en la extraordinaria magia de las palabras. La historia de los términos permite descubrir paradojas asombrosas. El escrache, según se dice estos días, significa hacer un señalamiento público. Poco menos que un aquelarre. No es del todo cierto.
El término se relaciona con la Argentina del corralito, a la que cada día nos parecemos más. Si se bucea algo más en el origen de la palabra aparece, por sorpresa, un misterioso juego de conceptos invertidos. El término no es reciente, sino ancestral. Su nacimiento nos remite a los orígenes de Buenos Aires –ese universo austral– y a la configuración del lunfardo, el lenguaje de los inmigrantes que se asentaron en el barrio porteño de la Boca.
No es una lengua del lumpen –aunque lo parezca– sino el resultado del mestizaje del léxico genovés con la sintaxis castellana. Como toda palabra fronteriza su fijación es fluctuante. Lo explica el excepcional diccionario de Lunfardo de José Gobello (Ediciones Libertador) que lo define como la consecuencia de escrachar. Esto es: hacer un escracho. Se define en estos términos:
“Se llama escracho (o escrache) a la estafa que se comete presentando a un otario (idiota) un billete de lotería y un extracto en el que aparece premiado con la suerte mayor”.
Un escrache no es más que una vieja estafa. Un inmenso engaño en el que alguien promete una fortuna vendiendo un papel que no vale nada.
¿Hay metáfora mejor para explicar esta crisis?
Los ciudadanos somos víctimas de un escrache cósmico y a nuestros políticos, cómplices de la timba, les escandaliza de pronto que los otarios hayan dejado de ser tontos, se hayan dado cuenta (tarde, en todo caso) de las leyes del circo y empiecen a gritar por la calle su desconsuelo.
Algunos afirman, como si fueran profetas, que detrás del escrache late la semilla del totalitarismo. A mí, en cambio, lo que me parece un pálpito totalitario es secuestrar en beneficio propio una democracia que es de todos y que si está en algún sitio es tirada en la calle. Como la atorranta de un tango.
Pablo Morterero dice
Estimado señor Mármol, como siempre un gusto leerle los domingos. Comparto su opinión, e incluso voy más allá: en el escrache no sólo no late la semilla del totalitarismo sino que se trata de un esfuerzo civilizadamente democrático para canalizar el descontento social, de hecho la última estación democrática del malestar. Si la clase política (especialmente el gobierno de la Nación y el PP) y económica (que es la que dirige realmente España) no lo asumen, la siguiente será el cuerpo a cuerpo. PM.
Miguel L. dice
La coincidencia con gran parte de su diagnóstico, señor Mármol, no evita que diverja de esa cierta mirada bondadosa con que atiende al fenómeno del denominado ‘escrache’. Y no por suscribir con usted ese deseo de ir accediendo a otro modo de democracia, superando las partitocracias, sindicatocracias, patronalcracias y otros dinosaurios anejos, no por coincidir mayormente con lo que ha expuesto, le decía, puedo suscribir igualmente su afable consideración sobre, al menos, una parte visible de PAH.
E intentaré ser breve en argumentar por qué creo bondadoso su examen del ‘escrache’. Sin necesidad de pertenecer al menos material o conscientemente a la clase política o a su «asimilada», no creo que sea una sobreinterpretación detectar rasgos llamémoslos ‘dudosamente democráticos’ en el ‘cómo’ y el ‘para qué’ de una facción mediática y vigorosa del movimiento ‘escrache’.
Le animo a que vuelva a revisar la comparecencia completa de la portavoz de la PAH en la comisión parlamentaria a la que acudió como experta. Tengo para mí que de su lectura podremos convenir el ánimo violento de la compareciente -carácter ciertamente incompatible con cualquier sistema que pretenda legislar o gobernar mediante el diálogo, el debate o el respeto a la ley; y cuando digo cualquier sistema incluiría también uno asambleario, faltaría más- Usted es un gran lector entre líneas, señor Marmol. Vuelva a leer las líneas de la señora Colau en aquella intervención que tanto aplauso 2.0 despertó y dígame si no percibe un tono de amenaza.
http://www.congreso.es/public_oficiales/L10/CONG/DS/CO/DSCD-10-CO-251.PDF
Es cierto: no todos los integrantes de la plataforma pensarán o actuarán con esas genuinas maneras democráticas. Únicamente me gustaría que reparase en otra actuación de la citada parte activa de la PAH, la de la jornada de la votación de la ILP en el Congreso. Seguro que recuerda aquellas imágenes. No será necesario, por tanto, que le recuerde que tras la unanimidad en el resultado de la votación de la cámara, los miembros de la PAH se despidieron insultando a los diputados. Insultos.
Y, sin ir más lejos, déjeme hacerle notar ese carácter de la parte visible de miembros o simpatizantes de la PAH a la que aludo a través de la alusión al «cuerpo a cuerpo» del anterior lector, Pablo Morterero, siendo mías las comillas. Esa mención sin marcadores lingüísticos sintetiza lo que quiero transmitirle. La actitud violenta -amenaza, insultos y otra amenza- en los procedimientos y en los objetivos de un núcleo del ‘escrache’, aunque evidente, no puede resultar más inquietante. (Sobre todo si el fin consiste en rehacer el paso de esa democracia «tirada en la calle». ¿Cree hacedero (re)construir este maltrecho estado de la democracia guiado por el espíritu ‘participativo’ del ‘escrache’?)
carlosmarmol dice
Querido Miguel: ¿Has leído alguna vez las cláusulas de una hipoteca? Si lo haces verás la bondad con la que están escritas. Son joyas de retórica decimonónica. Hablan de un mundo que no ha desaparecido: señores y vasallos. Por otra parte, siendo por supuesto inquietante cualquier posible derivación no deseada del fenómeno que nos ocupa (posible, dado como están las cosas) eso no es motivo para incurrir en la habitual descalificación por metonimia. La parte no es el todo, aunque a algunos se lo parezca.
La mayoría de lo que ahora llaman escraches no son sino concentraciones públicas en su mayoría pacíficas. Dialéctica política por medios directos. Y un mal síntoma, pero un síntoma implica una dolencia. Ignorarlo es dejar que la enfermedad se extienda sin remedio. Si los escraches incurrieran en violencia, estaríamos ya ante otro supuesto. No creo que sea el caso: a mi juicio, la violencia no está en el espíritu de la cuestión. Sólo es un argumento interesado para disfrazar la verdadera cuestión. Yo, humildemente, me refiero al derecho de los ciudadanos (que voluntariamente quieran, claro) a hacer oír su voz más allá del ciclo electoral, a los que se les está demonizando. ¿O es que la voz de los ciudadanos sólo tiene importancia el día que se vota? ¿La sociedad debe enmudecer cada cuatro años? El otro día decía el presidente de Galicia que la vicepresidenta era la madre de un bebé, no una política. ¿No tienen acaso hijos aquellos a los que un banco desahucia incluso sin procedimiento judicial (subasta notarial) y quedan condenados a perder su casa y encima tienen que pagar una deuda abusiva cuya naturaleza estableció de forma unilateral un banco y su correspondiente tasadora? ¿La democracia consiste sólo en votar, pagar y callar?
En este tema, de todas formas, sería mejor dejarse de paternalismos y no ponerse melodramáticos. La cosa es muy simple: lo que se pide (se ha hecho en sede parlamentaria) es equilibrar una ley medieval hecha a favor del sector financiero, cuyo origen es la propiedad, en perjuicio del resto de la sociedad, cuyo único patrimonio es su trabajo, que, ya sabe, ahora cotiza menos que una acción de Bankia. Vivimos en unos tiempos paradójicos donde al reformismo se le llama totalitarismo, quizás porque se ha asumido el dogma de que la única democracia válida es la formal que, como ya dijo Borges, es sólo un abuso de la estadística. Tan democrático es respetar la mayoría como oír a las supuestas minorías, en este caso inmensas. Siga con salud y recuerde el consejo de Dios: «Para vivir fuera de la ley, hay que ser honesto». Saludos.
Miguel L. dice
Estimado Carlos: déjame que empiece por la la única diferencia de fondo que sigue separándonos: el juicio sobre la nueva modalidad de protestas domiciliaria, el escrache. A mi entender, y repito lo que te decía en el anterior mensaje, creo que hay otras muchas formas de ejercer la libertad de opinión o la de manifestación sin tener que acudir, más o menos pacíficamente, a las puertas de las casas de los diputados. («It is not a house, it’s a home», diría el demagogo parafraseando a Dios.)
Distinto sería, claro está, que el síntoma que citas sea el del hartazgo por esta (manifiestamente mejorable) democracia representativa, y, de este modo, que se esté alentando a cualquier otro grupo de afectados por cualquier otra legislación a manifestarse a las puertas de tal o cual representante con objeto de dirigir así el sentido de su voto. Naturalmente, de este modo estaríamos pretendiendo un estadio de pos-democracia a medio camino entre el parlamentarismo y la asamblea que quizá tampoco acogiera un clamor mayoritario. O quizá sí. ¿Sería ese, el sistema guiado por el escrache, un sistema de consenso entre los ciudadanos? ¿No crees que el grado de información-expresión-presión-violencia se dejaría peligrosamente al arbitrio de los allí concentrados?
«¿La democracia consiste sólo en votar, pagar y callar?» Pues claro que no, respondiendo así a tu pregunta retórica. Consiste en una miríada de sencillas y cotidianas actuaciones cuya enumeración no cabría ni en el ‘Emporio celestial de conocimientos benévolos’, la enciclopedia china de aquel otro texto de Borges. Consiste, en definitiva, en obrar como un ciudadano a cada instante: también, por ejemplo, en la elección del sitio donde se toma uno la cerveza. Incluso, por qué no, en optar por vivir de alquiler o por firmar una hipoteca que-no-sé-cómo-cóño-me-la-van-a-conceder-sabiendo-la-tiesitud-con-la-que-me-desarmo.
Lo dicho, Carlos. En el resto de cuestiones estoy convencido de que vendríamos a coincidir sin dificultad: en la deshonra de una legislación decimonónica inmóvil después de diez legislaturas, en la consentida inercia de la actual democracia representativa, en la intensa crisis institucional, en la abyecta glotonería de la banca…
Del mismo modo, quienes estamos «fuera de la ley», sin ánimo de hablar por todos, creo que podríamos acordar sin dramas, sí, ni paternalismos, mantener una cierta cautela hacia esa parte de la población que prefiere no someterse a la ley o siquiera crea en los métodos deliberativos. Sencillamente, como sabes bien, los hay quienes anhelan la llegada de un mesías. O, peor, la de un caudillo, que va con diminutivo. Y eso no nos concierne a quienes mascullamos «entre la respiración, Nada es revelado», que diría Dios.
Saludos.
carlosmarmol dice
Querido Miguel: Coincidimos en lo esencial y discrepamos en lo accesorio. Me parece estupendo. Un escrache no tiene como objetivo reconstruir la democracia. Sólo pide a la democracia formal (que no es la única democracia posible, puesto que los partidos no son democráticos en su funcionamiento interno) que escuche los verdaderos problemas de la gente y legisle con equilibrio. Me parece más que suficiente. No hay que pedirles más. Hoy he oído al ministro del Interior entonar una silva sobre el calvario que pasa la clase política en España. No se puede estar más sordo y más ciego. Lo dijo Dios hace algún tiempo: «Puedes ser un socialista/con un largo collar de perlas./Podrías ser el patrón de alguien/incluso podrías tener bancos/Pero tendrás que servir a alguien/claro que sí/Tendrás que servir a alguien/Ya sea al diablo ya sea al Señor/Pero tendrás que servir a alguien». Tú eliges. Sigue con salud. Saludos.