Llegó a Madrid procedente de la eterna provincia, Valladolid en este caso, una tarde de tantas, deslumbrado por los iluminados, buhoneros y pícaros de todo tipo y pelaje que vagabundeaban por la Villa y Corte, tan descortés. Desde las sucias y ácratas pensiones en las que malgastó su juventud hasta su dacha en Majadahonda retrató con goce y sarcasmo el panorama social y político de la España de la Transición, aquella revoltosa y fecunda época en la que muchos soñaron con cambiar este país. Todo se quedó en palabrería y un sinfín de instituciones. Durante un tiempo fue fiel al entrañable y famoso Café Gijón, en el que entró en una de sus primera noches en la capital, cuando soñaba con ser escritor y se embriagaba al ver el centralismo de la urbe-madrastra que a todos hacía luz de gas. Fue odiado y adorado, rara vez fue ignorado. Respondía al nombre de Francisco Umbral aunque muchos de los taxistas madrileños –que apoyaron su candidatura a la Academia– lo llamaban Pacoumbral.
Hubo una época en la que lo que decía no le importaba a nadie. En aquellos tiempos –era un joven que trabajaba de botones en un banco próximo a El Norte de Castilla– nunca pensó que llegaría ser uno de los mejores escritores en español del pasado siglo. O quizás lo pensó pero le parecería imposible conseguirlo. Hay que entenderlo. Fue uno de esos niños de la posguerra negra que comieron el pan de afrecho y saborearon el miedo cotidiano. Desde entonces nunca olvidó el olor del hambre, la miseria y la desesperanza. Decidió hacerse escritor después de leer las novelas carlistas de Valle Inclán. Primero probó de locutor en León y después de gacetillero en Valladolid, pero el destino lo llevaría finalmente a Madrid, el sitio, donde arribó en autobús por la carretera de La Coruña decidido a ser periodista, escritor o lo que fuera.
Con la compañía de unos viejos doctos libros, aspecto de falso estudiante y una maleta desvencijada recorrió el pensionado casi entero de aquel Madrid de espanto. Pagaba el alquiler (tarde) con los artículos que lograba publicar en la prensa de provincias, que siempre ha valorado mejor lo que llegaba de Madrid que a sus propios hijos. Escribía a mano en el cuartillo alquilado, como un Bukowski patrio. Los artículos los pasaba después a máquina en una academia de mecanografía donde estaba remotamente matriculado. Fue un periodista de calle más que de redacción, ajeno al teletipo y aficionado a retratar la vida en esos fogonazos que son los artículos de prensa. Convertirse en un buen profesional le costó horas de lectura y esfuerzo, porque la escritura siempre es un trabajo forzado y el escritor, su galeote.
Bastante tiempo después, tras perseverar, llegó el mito: fue el articulista mejor pagado de España, probablemente el último de su estirpe y el postrer escritor de periódicos que ha creado una escuela de imitadores de los que conviene huir, sobre todo por que es la única forma de ser uno mismo. Es justo lo que hizo Umbral al diferenciarse de todos los literatos de su tiempo: ser él mismo contra viento y marea, escribir con sinceridad o, en su defecto, con cierta impostura altamente verosímil. Snob, dandi, estrambótico. Le dijeron de todo pero nunca acertaron. En el fondo no lo conocía nadie. A falta de buenas novelas –escasas en su producción– construyó su propio personaje, él mismo, capaz de tocar a los intocables de la política, el arte o la literatura, que tienen sus propias castas. Vestía de terciopelo mientras los progres iban de vaqueros. En literatura hizo algo similar: buscar en los románticos, robar de los simbolistas y emular a los clásicos más fieros: Quevedo, Larra, Valle Inclán, Cela.
Se dice que el escritor de periódicos, obligado a contar cada día lo que pasa, no tiene tiempo (ni espacio) para contar lo que le ocurre a él. Umbral hizo un periodismo subjetivo, unívoco, algo engolado y narcisista, pero también innovador, atrevido e impertinente, que es el rasgo esencial del periodismo. Si el hombre es el estilo, Umbral fue un estilo propio y múltiple que no rehusó del lenguaje de la calle –su Diccionario Cheli es un ejemplo– pero fijó su ambición mayor en la sintaxis perfecta, aquella cualidad del alma que dijo Valery. Su carrera literaria ambicionó toda la vida, sin conseguirla, una silla en la Academia. Su sitio era otro, aunque ambicionase entrar en los palacios. Las calles de un Madrid en ebullición donde el antiguo régimen (franquista) se disfrazó de democrático, sin dejarnos en ningún momento libres y al sol. Los episodios de este quiebro de la historia nacional los contó con una mirada desgarrada y tierna; a veces cruel, aplicada sin piedad sobre los bufones de la corte de los milagros de aquellos años: aristócratas, obreros, camareros, mendigos y borrachos.
Umbral pretendía hacer costumbrismo pero Madrid es una ciudad sin costumbres. El resto, como dijo el clásico, es literatura. Sí nos habituó, en cambio, a los rasgos de su personaje como eterno flaneur: la bufanda, el recorrido fijo por los templos literarios, la actitud. El pasado lo explica y, tras leer a Proust, lo proyecta hacia su destino. El mundo sobre el que escribió ya es pretérito, incluso las llamadas a la casa de Vicente Alexandre, todas sin éxito, o aquellas excelentes entrevistas inventadas –auténticas tomas falsas– con las que trataba de ocupar espacio en la gacetillas literarias, porque, ya se sabe, dinero y puntualidad no ha habido nunca en ninguna redacción digna de tal nombre. Y, al fondo, los tranvías, siempre los tranvías, los caballos artificiales en los que visitaba periódicos, revistas, cafés, imprentas. “Algo hay que hacer, coño, algo hay que hacer”. Ni cuando consiguió el éxito, la efímera gloria literaria, pudo borrar de su corazón la nostalgia por lo que no ha sucedido que sienten, y sentirán siempre, los escritores noveles. En su figura se condensa la memoria de un tiempo en el que, más que escribir, lo que hacíamos algunos eran inocentes ejercicios de retórica.
[Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía]
[11 de Enero de 1991]
EMZ dice
Carlos, eres un monstruo. Muy bueno el reciclado de Umbral. Te quiero, tío. Un abrazo