Julio Camba era un filósofo con patas cortas, un pensador de retazos, un hombre fragmentario. También era un vago confeso, un tipo de esos que desprecian el poder, la fama y cualquier gloria derivada de su condición de genio, que nunca es admitida en público aunque en el fondo no deje de ser profesada en la felicidad del silencio. En un mundo con tanta humildad de boquilla, no viene mal a veces practicar este juego cínico: despojarse de las galas de la grandilocuencia sin dejar necesariamente de creer en uno mismo.
Releo un volumen breve, apenas 166 páginas, de sus magníficos artículos: Sobre esto y aquello, publicado en la colección Austral de Espasa. Es una galería de ocurrencias y piezas escuetas, folio y pico máximo, ágiles, amenas y envidiables, donde se practica el humorismo satírico, la reducción al absurdo y ese arte, tan difícil, que se basa en aplicar a la vida el sentido común, el menos común de todos, como suele decirse. Es un libro delicioso. Se pueden aprender en él los secretos del mejor articulismo volandero, que es el que consiste solamente en contar cosas menores. El estilo de Camba tiene una arquitectura engañosa: parece simple sin serlo. No usa nunca frases trascendentes ni atemoriza al lector con la tendencia a la suficiencia que tenemos, en mayor o menor medida, todos los que todavía nos ganamos la vida como escritores de periódicos.
Camba no era como nosotros. Por eso se aprende tanto leyéndole. Por ejemplo, la inmensa potencia literaria de lo anecdótico, el costado de las cosas, los detalles laterales que dicen de la vida más que la propia vida y cualquier tratado de costumbres. Sus artículos se leen como si hubieran sido escritos ayer por la tarde. Una de dos: o el mundo no ha cambiado desde entonces o logró el imposible de convertir un instante en un fondo permanente. No es nada fácil hacer arte en menos de cuartilla y media. Tampoco es frecuente observar tan cerca el extraordinario mérito de trabajar la escritura desde la intemporalidad fragmentaria o la melodía (en ocasiones desafinada) de un pensamiento libre que se derrama aquí y allá.
Las armas de Camba eran muy escasas pero certeras, igual que las de Cervantes: un carácter descreído, cierta tendencia a la acracia espiritual, un marcado sentido crítico –frecuentemente corrosivo– y ese humor gallego que es el surrealismo antes del surrealismo. Cualquier director de periódico lo hubiera considerado un perfecto impertinente. O un atorrante a la manera de Roberto Arlt, uno de sus mejores contemporáneos. Camba no hacía libros, sino artículos. Por eso todos los volúmenes editados de su obra son una especie de miscelánea de frutas. En este nos habla de la pereza –su afición predilecta–, el pithecanthropus erectus, los verdugos, las cenas de etiqueta, el feminismo, las banca o los intelectuales, para los que propone un casco-escafandra que les permita hablar de todo sin contaminarse con el común de los mortales. Sus frases son destilaciones gramaticales simples y desnudas de afectación.
Nunca entendió la literatura como un sacerdocio místico o una misión para elegidos, sino como una forma de pasar el rato. Su literatura es ingeniosa, lúdica, transgresora. Aquel señor inocente, amigo del buen comer y mejor vivir, pero enemigo declarado de pagar con el dinero propio semejantes vicios burgueses, retrató la España de su época como nadie. Leerlo no es sólo un placer, sino un lujo baratísimo. Hay ediciones de sus obras desde 300 pesetas. Sus libros nos permiten mantener la salud financiera, mejoran la salud mental y son excelentes para la circulación y la sintaxis. No tienen ustedes más que probarlo. Repetirán seguro. Y después reincidirán sin remedio.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[10 febrero 1995]
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