Leo en la prensa las crónicas de un espectáculo que algunos llaman fiesta literaria. Se ha celebrado en el Queen´s Elisabeth Hall de Londres. Tres grandes escritores –Vargas Llosa, Umberto Eco, Salman Rushdie– leían en público fragmentos de sus últimas novelas. Las asistencia, que tenía algo de evento circense, por aquello de ver a las fieras encerradas en una jaula (de oro) y con cierta falsa actitud de gente razonable, fue masiva. Tratándose de un espectáculo que consistía en tres señores que sólo declamaban sus textos tiene mérito que congregase, según las reseñas, a más de mil personas bajo el mismo techo. Sobre todo si reparamos en que el asunto, por supuesto, era de pago: 1.500 pesetas, igual que los libros recién publicados de los tres protagonistas y mucho menos que sus obras previas, sobre todo si se adquieren en formato de bolsillo.
La misa literaria de los tres tenores fue todo un éxito económico para sus organizadores. Incluso tuvo su parte efectista: Rushdie no estaba anunciado, por motivos de seguridad, y se presentó en el escenario de improviso, causando el asombro de los asistentes, rendidos ante semejante acto de heroísmo. No les llamamos lectores por respeto a la lengua de nuestros antepasados: para las editoriales los lectores son una condena; ellas desean tener clientes, consumidores, compradores, público, audiencia y transacciones. Uno siempre ha sido partidario de que la literatura no sea una religión de ultratumba. Es necesario que permanezca en la calle, que siga formando parte de la vida vulgar, pues de ambos universos –el callejero y el prosaico– procede su origen.
Ni los escritores deben ser una secta ni la poesía una comunión restringida a elegidos. Como uno no es más que un minúsculo disidente, con alma de anarquista spenceriano, siempre desconfía de estos circos y presentaciones que hacen de la literatura un mero ritual social. En la literatura el sentido de lo compartido sólo funciona a través de una única vía: la individual. Todo lo demás es fingimiento. Con el tiempo uno se va dando cuenta que se va quedar solo anclado en esta antigua convicción: la mayoría de de los escritores que empezaron rechazando la obligación editorial de promocionar sus obras en televisión y en los bautizos mediáticos se rindieron, más pronto que tarde, ante las obligaciones del marketing. Todos van por los periódicos de provincias contando una y otra vez el soporífero argumento de su última novela.
No basta con escribir ya. Debe soltarse también una frase ingeniosa en una entrevista para colocar el material. La literatura con formato de show de variedades. Si esto pasa con los escritores más humildes, ¿cómo nos va a extrañar que las vacas sagradas lean cobrando un riñón al insigne público en Londres? Me temo que los asistentes al Queen´s Elisabeth Hall no buscaban literatura, sino rozar a estos tres hombres que son considerados mitos. No es exactamente lo mismo. Algunos escritores se han convertido en personalidades no por sus libros, sino por la reiteración de su nombre, convertido en una marca comercial. Las masas los convierten en patriarcas cuando son –o empezaron siendo– simples mendigos. A algunos les gusta tanto este papel de prohombres que han terminado metiéndose en política, la cueva de los ladrones con aspiraciones. Nadie quiere ya a los escritores humildes y callados. Sólo cotizan los narcisos.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[13 octubre 1995]
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