Mario Benedetti editó hace lustros una antología poética con Alianza en la que reúne bajo un mismo techo todos sus poemas dedicados a la rutina. Es uno de mis libros de cabecera. Sacar poesía contemporánea a la cotidianeidad es una tarea ardua, difícil, casi imposible; diríamos que incluso heroica. Quien lo intenta suele caer, y dejarnos caer a los lectores, en las garras del aburrimiento. Hacer literatura de la calle que pisamos, del guiso diario, del trabajo de las oficinas o de las horas vacías de los talleres es un sueño casi tan antiguo como la propia literatura, cuyo canto siempre se supone trascendente pero puede ser tan terrestre como la famosa cebolla a la que Pablo Neruda dedicó su célebre oda.
Los resultados de estos experimentos literarios no siempre son buenos: el género literario más complicado es el vulgar. Especialmente en el ámbito de la lírica. A veces las incursiones se limitan al tratado de situación o abusan del costumbrismo –vade retro, Satanás–. En otras ocasiones incurren en el mal de los compendios filosóficos, más bien pardos, que se conforman con describir, sin sugerir ni por supuesto resucitar la lírica de los días perpetuos que se suceden en el calendario, o dar con la épica mecánica de los pedales de una bicicleta.
Los vanguardistas encontraron un filón deslumbrante en la poética de los objetos: obras de arte sin museos que terminaron siendo el único contenido de los continentes vacíos de la era posmoderna. La realidad es más simple y, por eso, resbaladiza. Todo tiene dos lados: la rutina consciente puede vivirse como una tragedia o como una comedia, dependiendo de dónde nos situemos; el trabajo puede ser una condena bíblica o una epifanía liberadora (si haces lo que te gusta). La vida común no necesita exégetas ni retóricos. Basta con sentirla a fondo.
Alguien dijo que el principal defecto del hombre es no aceptar el destino convencional que nos espera: envejeceremos (con suerte) en oficinas donde se nos curva la espalda y los deseos terminan convertidos en caricaturas. Así es la cosa: una vida sin epopeya, sin hexámetros, sin grandeza. Mediocre. Benedetti ha construido, sobre todo en sus primeros poemarios, una estética universal con esta lluvia fina de los días que consiste en suspirar sin hacer ningún drama. Sin ponerse italiano.
En ellos aparece ese oficinista novato que llega a la empresa con un traje adomingado, el lápiz fáber en la solapa, la ignorancia de sí mismo, el orgullo decapitado que sienten quienes aspiran a ser algo en la vida y la religión de la obediencia servil. “Ilusiones que no caben en un dedal”. El reverso de este personaje es el oficinista viejo, hastiado, eterno calculador del calendario, anhelante de unas vacaciones que nunca llegan y que jamás son suficientes. “Ilusionado con sueños que terminan en papel sucio”, usado por ambas caras, para ahorrar. El oficinista gris de Benedetti es la criatura mayor de sus mejores versos. Una metáfora. Un ser rodeado de una vida absurda y hundido en la desesperanza.
Hay quien no aprecia arte lírico en estos cuadros del desencanto cotidiano. Debe ser falta de vista. Benedetti es un poeta grande precisamente por centrarse en lo pequeño. Por ser capaz de elevar a categoría las anécdotas del prosaísmo, que siempre habita en los almacenes, las tabernas, las esquinas rosadas. Benedetti escribió estos libros tristes, que son eternos, como quien hubiera podido escribir boleros o plantar verdura. Como un artesano. Su poesía está anclada en la tierra. Su epopeya es la de un hombre tranquilo que sabe que la vida no tiene remedio.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[27 octubre 1995]
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