Se cumplen ahora diez años de la muerte de Italo Calvino, un escritor italiano nacido en La Habana, cuyos dos asideros vitales fueron la fábula y la ironía. Su estilo, sobrio, elegante, es de los que no hemos vuelto a leer nunca más por firma interpuesta. No es raro: Calvino era único. Le gustaban los anacronismos expresivos, la conspiraciones imaginativas, el malabarismo del silencio, los artificios engendrados gracias al ingenio y los aspectos insólitos del ser humano, ese animal que recubre con hojarasca psicológica aquello que quiere ocultar, que siempre es lo mismo: su propio desamparo.
Calvino publicó muchos cuentos en vida. Después de muerto, también. No fue milagro ni resurreción, sino constancia: dejó muchos escritos póstumos que fueron editándose tras su desaparición, en un desafío expreso al epílogo biológico de los días. La dama de negro se lo llevó pronto, demasiado pronto. Su fama lo ha convertido en inmortal. Cuenta con adoradores y depredadores. Unos y otros son menos que los imitadores. Él mismo fue un gran imitador de su propia persona, cosa que hacía con humor, que es un rasgo no muy frecuente entre ciertos literatos del momento, pero esencial para escribir –y conservar– buena literatura. Calvino explicó la sociedad de su tiempo con una mirada traviesa y, al mismo tiempo, cruel. Fotografió su entorno con una carcajada silenciosa que nos plantaba delante de la cara los dramas humanos, sin dramatismo, haciéndonos sonreír y reinventando el concepto realismo, del que obtuvo frutos nuevos, insospechadss e inabarcables.
A Calvino se le compara con Borges. El estilo del argentino es quizás más británico, tan perfecto como una estatua etrusca. El italiano también inventó mundos imaginarios, pero mirando más a su alrededor que a los libros, germen de tantos poemas y narraciones borgianas, donde el paraíso es una biblioteca infinita. Una de sus novelistas, Il Cavaleri Inesistente, es buena muestra de sus valores literarios. Editada por Bruguera hace siglos, narra las andanzas de Agilulfo Emo Bertrandino de los Guildvierno y de los Otros de Corbentranz y Sura, caballero de Selimpia Citerior y de Fez, quien, según nuestro Cervantes a la italiana, tiene un gravísimo problema: no existe. Bajo la celada de su casco no hay rostro alguno que contemplar. Tampoco cuenta con una mano heroica que empuñe su siempre victoriosa espada.
¿Elucubración, locura, atrevimiento? Literatura pura. Calvino se inventa un personaje que es pero no es. Un personaje que quiere ser. Esta fábula, un capricho literario con forma de cuento, desvela los entresijos insospechados de una filosofía muy extendida en nuestros días: la del hombre artificial que, como escribe el propio autor, “siendo uno con los productos y las situaciones, es inexistente porque ya no se roza con nada, ya no se relaciona con lo que está a su alrededor, sino que se limita a funcionar abstractamente”. La trama es deslumbrante. El estilo, espontáneo, fluido, libre como la secular lengua de nuestros ancestros alrededor de una hoguera una noche de invierno.
Escribir esta joya le costó muchas horas y sangre. Porque, quien lo probó lo sabe, cuesta un esfuerzo infinito escribir con tanta soltura y la suficiente capacidad para distanciarse de tus criaturas; describiéndolas con sorna, pero sin perder la ternura y sin atarse a las cadenas traidoras de la emoción. Calvino es el más brillante desmitificador de su tiempo. Le dio la vuelta al viejo género de la épica, desnudando a sus personajes y dejándolos frente a nuestra mirada igual que como vinieron al mundo. Igual que como vinimos todos: solos y sin refugio.
Variaciones sobre un texto publicado en El Correo de Andalucía
[29 septiembre 1995]
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